
En ocasiones el mundo parece marchitársete dentro del pecho. El corazón se te convierte en una maraca que late y que se agita y que al hacerlo produce un ruido triste y apagado como de alas de cucarachas, lluvia de cosas muertas lloviendo sobre otras cosas muertas.
Y en ocasiones, cuando eso ocurre, el mejor remedio es sentarse en una sala de cine y ver una de esas pelis que te recuerdan que la magia existe, y que se puede enlatar. Pero esa clase de películas que tanto abundaban en la década de los ochenta (quizá por el simple hecho de que fue la época en la que me tocó ser niño) son cada vez más difíciles de encontrar en el panorama actual.
Normalmente son pelis bastante imperfectas, incluso fallidas. Pero irradian tanta magia que lo curan todo. Provocan erecciones en nuestra máquina de soñar. Te renuevan las energías y te inoculan unas inexplicables ganas de hacer cosas. Te repintan el mundo con textura de lápices de cera.
Creo que podría contar con los dedos de la mano las películas que me han producido ese cosquilleo en los últimos años (
El secreto de los hermanos Grimm, La joven del agua, Hellboy 2...)
El caso es que hoy he visto otra de esas pelis.
CORALINE, de
Henry Sellick. Basada en la novelita de
Neil Gaiman.

Hace unos años me leí la novela de
Gaiman y a pesar de sus oscuridades y su coherencia simbólica, la historia me dejó un poco frío. Me producía la sensación de estar leyendo la enésima reinterpretación de
Alicia en el País de las Maravillas, aunque (por enésima vez) desprovista de la genialidad de
Lewis Carroll.
Pero seguía siendo Neil Gaiman, y eso significa "buenos ingredientes".
Y si dichos ingredientes los pones en manos de un cocinero experimentado como Sellick, el hechizo borbotea en la marmita.
Coraline no me ha parecido una película perfecta. He encontrado en ella los mismos fallos ya acusaba en la novela: Un ritmo irregular, titubeante; una historia a la que le cuesta arrancar, una estructura de trama un tanto arbitraria, caprichosa.
Pero da igual. Porque todo está ahí. El universo simbólico de Neil Gaiman, y todas las imágenes que sugería la novela no sólo son respetadas, sino mejoradas, multiplicadas, elevadas a la millonésima potencia.
Porque
Coraline es pura imaginación y pura estética. Con mil conceptazos visuales y mil alegorías en cada plano. Con unos diseños de personajes que (no nos engañemos) no llegan al nivel de
Jack Skelleton pero soportan la comparación muy dignamente. Una deliciosa ensalada de colores, de texturas, de referentes pervertidos y perversos. Una factura técnica tan impresionante como cabía esperar. Una música exquisita.
La pregunta inevitable: ¿Es mejor o peor que
Pesadilla antes de navidad? Pues mira... yo diría que es injusto compararlas. Porque aunque ambas tengan stop-motion y estén dirigidas por la misma persona, tampoco tienen mucho que ver la una con la otra. Sí es cierto que en esta nueva peli se perciben influencias y retazos de brillantez estética que (lo quiera Sellick reconocer o no) son muy deudoras de todo lo que
Tim Burton aportó a
Pesadilla antes de Navidad. Aunque por otro lado se confirma lo que en realidad no necesitaba ser confirmado: Que en lo que a técnica se refiere, Henry Sellick es un realizador más hábil de lo que Burton podrá ser en su vida.
Otra de las cosas que hacen más especial esta película estaba ya implícita en la novela de Gaiman: Se trata de una película muy oscura, muy turbia, perversa, retorcida... Y creo que conseguirá traumatizar a una generación entera de niños. Pero yo siempre he defendido que una infancia como Dios manda necesita cuentos traumatizantes, ogros, brujas. Es requisito indispensable para que la magia germine en nuestras mentes.
Un niño que crezca sin cuentos oscuros crecerá mutilado. Como estos pobres niños de ahora, que juegan en parques con columpios relucientes que nunca se oxidan, y que cuando caen al suelo les espera una superficie acolchada de colorines en lugar de la arena, la tierra o la gravilla que nos endurecían antaño, y nos enseñaban a saborear el mundo.
Mientras esperaba para entrar a la sala me entretuve leyendo unos proverbios que había escritos en las paredes del centro comercial. Un proverbio japonés un tanto snob, sofisticado... Un proverbio chino entrañable. Una cita del puto Ché Guevara (que no me jode tanto él como los payasos que van por ahí recitando como loros cualquier cosa que cague) y un cuarto proverbio (anónimo, por lo que pude deducir) en el que alguien había borrado la mitad de las letras, para obligar al lector a leer de una manera menos automática de lo habitual: