viernes, 27 de marzo de 2009

OTRA RONDA DE DINOSAURIOS DE PLÁSTICO


¡Sí! La colección sigue creciendo. Y en parte gracias a los ejempleras que me regalan los amigos.

No voy a presentarlos a todos. Sólo a la créme de la créme.

Empezaré presentándoos a "bocazas", una adquisición propia que venía dentro de un lote.


A continuación, el magnífico tripceratops que me regaló mi estimado Kino. Dientes en lugar de pico. Blandito y estrujable como las pelotas anti-stress.



Y por último tres saurios acojonantes cortesía de mi buen amigo César. A pesar de lo increíblemente bien hechos que están, César asegura que los compró en el chino de su pueblo:



domingo, 22 de marzo de 2009

JOTAHEART

Quiero enlazar aquí nuestro último capítulo de los Batasunis, para que veáis lo mucho que se lo curran nuestro equipo de producción y nuestro equipo de realización.

Sé que en cuanto lo veáis sabréis valorar la labor de esa gente. Pero os aseguro que la valoraríais el triple si supiéseis el poco tiempo y el poco presupuesto de que disponen para hacer estas cositas.

Así que aquí lo dejo, pa que hable por sí solo rindiendo homenaje a lo mucho que se lo curra el resto del equipo de Vaya Semanita para convertir en realidades las putadas que los cabrones de los guionistas les gastamos sobre el papel:

martes, 17 de marzo de 2009

CÁSCARA DE PLÁTANO

Su casa estaba a quince metros de las vías y cada vez que un tren pasaba, el mundo entero se ponía a temblar como si hubiese decidido terminar apresuradamente. Los vasos vibraban en los estantes de la cocina, los tornillos crepitaban en paredes y muebles y eran rumor de fondo de ese otro ruido, esa sinfonía desquiciada de traqueteo, chirrido estropajoso, alarido metálico inventado para llenar todos los huecos y sepultar con su alud de decibelios el tímido murmullo de la tele.

Nadie en su sano juicio elige un sitio así para vivir. La gente que habita junto a la vía del tren tiene vida de tren; vida sin fuerzas para tomar sus propias riendas; la clase de existencia que, siguiendo una ruta prefijada, desemboca en todo aquello que no hemos invitado a formar parte de ella.

Márquez no era una excepción a la regla. Esa sucesión de condicionantes que algunos se empeñan en llamar Destino le había hecho encallar en aquel piso, herencia de una abuela recién incinerada.

La situación económica de Márquez era más bien precaria. Por más que le jodiese, aquellas vías de tren y aquellos quince metros que las separaban del salón no eran razón de peso para desdeñar una vivienda gratis. Los músicos mediocres suelen ganar cantidades mediocres de dinero y hay que decir que “Márquez, Mediocridad y Música” fueron siempre tres emes indisolublemente unidas.

Es difícil ser buen músico cuando ni siquiera te gusta la música, y tal era el caso de nuestro amigo Márquez. También en ese ámbito había prosperado más por inercia que por propia decisión. Se matriculó en la escuela de solfeo con poco más de trece años para coincidir con esa chica que sembraba mariposas en sus tripas. A los pocos días la muchacha en cuestión decidió preferirle como amigo, y Márquez aceptó la situación sin rechistar. Meses después la “amiga” había desaparecido de su vida, pero el solfeo se había instalado cómodamente en ella. Márquez tenía facilidad para la música. Se sacó la carrera de año en año, sin demasiado esfuerzo. Aunque nunca derramó una sola gota de corazón en lo que componía. Las líneas del pentagrama se le antojaban rejas, y en ellas encarcelaba un do, re, mi, fa, sol que se arrastraba por las teclas del piano con cadencia plomiza, matemática.

Y si bien esa actitud jamás convertiría a Márquez en el nuevo Richard Wagner, él nunca quiso ser el nuevo nada. Se sentía más cómodo malviviendo de trabajos sucios que no interesan ni a musas ni a melómanos. La mitad de las veces llegaba a fin de mes poniendo notas musicales en historietas de dibujos animados. De ésas que tratan a los niños como si fueran gilipollas y los acaban convirtiendo en la clase de gilipollas que todos solemos ser cuando crecemos.

Era una vida cómoda, de eso no cabía duda. Hasta que los trenes irrumpieron en ella.

A Márquez nunca le sobró paciencia. Durante la primera semana se le desquiciaron los nervios varias veces al día con cada retahíla de vagones, con cada terremoto en miniatura, con cada apocalipsis de juguete. No obstante a todo se acostumbra uno. A las pocas semanas el músico acogía la visita de los trenes anestesiado por algún tipo de resignación estéril, con el oído ya entrenado para diferenciar a unos cabrones de otros. Estaban los trenes cortos que tardaban menos de diez segundos en pasar, otros daban la sensación de no terminar nunca, algunos transcurrían con algo que pretendía ser sigilo y otros… Otros sencillamente no.

Y aunque Márquez no se diera cuenta de ello, el paso de los trenes se empezó a convertir en un metrónomo que gobernaba su existencia. El tren de las seis de la mañana era su despertador. Luego remoloneaba entre las sábanas hasta el tren de las siete menos cuarto, y si el de las siete treinta y ocho le pillaba ya en la ducha eso era señal de que el día no le había tomado aún la delantera. El intervalo comprendido entre ocho diez y nueve menos cuarto era para mirar el mail y dedicarse a intrascendencias. Hacer tiempo. Porque justo después de eso, entre nueve menos cuarto y quince veinte, casi todos los trenes eran de pasajeros, mucho menos ruidosos que los de mercancías, y eso permitía a Márquez componer sin demasiadas distracciones. Siempre aprovechaba esa tregua hasta el último minuto, aunque implicase almorzar poco, tarde y mal.

Y la influencia de los trenes no terminaba ahí. También decidían ellos qué programas de la tele podían verse, y decidían la hora de la siesta y la de las conversaciones telefónicas. El lamento del metal contra el metal condicionándolo todo. Un persistente rumor de fondo que Márquez acabó ignorando, olvidando incluso… pero que siempre estaba ahí, arañazo subliminal de uña en pizarra, sopa de nervios cocinada a fuego lento.

Y un día llegó el gorila de la isla desierta, y Márquez fue consciente de hasta qué punto aquellos trenes le jodían la vida.

Era un encargo como cualquier otro, pero se le atragantó desde el primer momento. Por alguna extraña razón no conseguía parir una melodía decente para aquel estúpido dibujo animado. La simpleza del argumento rozaba la subnormalidad. Una isla desierta muy pequeña. Tan pequeña que sólo cabían en ella la platanera y el gorila. En el suelo, junto al tronco del árbol, una cáscara de plátano. El gorila daba vueltas alrededor de la dichosa platanera, pisaba sin querer la cáscara de plátano, resbalaba, caía al suelo, se volvía a levantar, seguía andando en círculos alrededor del árbol, volvía a pisar la cáscara de plátano, volvía a resbalar, volvía a levantarse, seguía andando en círculos. Y todo el rato así. Un bucle absurdo y agobiante que nunca conducía a ningún sitio.

¿Qué impedía a Márquez ensamblar aquellas notas musicales? ¿Se sentía demasiado estúpido? ¿Acaso incómodo? ¿Desconcertado? ¿Claustrofóbico? Ni siquiera él tenía la respuesta a esa pregunta. Lo que sí tenía claro era que, desde luego, los puñeteros trenes no ayudaban. Allí estaban los muy hijos de puta, siempre irrumpiendo en el instante menos oportuno. Casi parecían saber cuál era el momento justo en que tenían que pasar para romper la concentración de Márquez y reducir a añicos el hechizo y robarle esa nota que estaba a punto de aflorar en lo más hondo de un silencio recién asesinado.

La idea le vino de forma repentina. Explotó en su cabeza como una primavera de cristal. Era de noche. Márquez observaba el vídeo del gorila una y otra vez. Intentaba asimilar el ritmo de la escena. Círculo, plátano, caída, círculo, plátano, caída. Por fin vislumbraba algún tipo de musicalidad en toda esa locura, ya casi lo tenía, ya casi lo rozaba con la punta de los dedos. Y entonces pasó el tren, arrasando con todo, como las veces anteriores, obligando al músico a regresar al punto de partida. “Ojalá descarrilase”, pensó Márquez. “Ojalá se resbalase como el puto gorila, y me dejase en paz”. Fue un pensamiento sin posibilidad de vuelta atrás. Márquez se levantó de la silla y caminó como un sonámbulo hacia la cocina. En el cuenco de la fruta quedaban todavía un par de plátanos. Cogió el más grande y lo despellejó mientras se dirigía a la ventana, mientras la abría, mientras arrojaba a través de ella la cáscara de plátano con fuerza suficiente para llegar hasta las vías. Allí quedó la piel de plátano, desparramada a escasos centímetros del raíl, como una estrella de mar enferma, mutilada, peligrosamente amarilla a la luz de las farolas.

Márquez sabía que una cáscara de plátano no descarrila un tren. Pero daba igual. Se comió aquella banana en cinco o seis bocados, sin apartar la vista de la resbaladiza declaración de intenciones que acababa de plantar entre las vías.

Ningún plátano le supo jamás tan bien a un hombre.

No ocurrieron milagros. Ni volcaron los trenes, ni ayudaron las musas a nuestro amigo Márquez. Pasaban los días y el video del gorila seguía sin tener música a juego. No era normal que Márquez se retrasase tanto, y el cliente empezaba a perder la compostura. Pero, ¿qué podía responder el músico ante la insistencia del cliente? ¿Que la culpa era del tren de las diez de la mañana? ¿Que cada vez que una idea estaba a punto de materializarse aparecía un ferrocarril para llevársela lo más lejos posible?

El único consuelo que Márquez se podía permitir eran las cáscaras de plátano. Todos los días compraba un racimo en la frutería de la esquina. Devoraba aquel consuelo fálico del mismo modo que otros devoran cigarrillos. Y siempre arrojaba la cáscara a las vías. Su puntería mejoraba intento tras intento, y a veces conseguía que el proyectil aterrizase en los mismísimos raíles. Cada vez que eso ocurría, el rincón más oscuro de su alma se estremecía de puro regocijo… y disfrutaba pensando en la posibilidad de que la cáscara de plátano funcionase. Ganarle la batalla al puto tren. Cazar a la jodida bestia y doblegarla y lograr que por una puta vez algo aprenda a escaparse de sus vías.

No obstante, los trenes pulverizaban a su paso toda esa palabrería barata. Las cáscaras de plátano acababan trituradas bajo el peso de las ruedas, si la velocidad del tren no las echaba a un lado con su escudo de viento. De ese modo se iban acumulando las pieles de los plátanos en las inmediaciones de la vía. Decenas y decenas de ellas, infestando aquel tramo del camino con un sarampión amarillento.

Y entonces, sin previo aviso, llegó la noche de la pesadilla.

Márquez se revolvía en la cama. Soñaba que un gorila se colaba en casa y se dirigía a la nevera. Soñaba que en el suelo de la cocina había una piel de plátano. Soñaba que el gorila la pisaba, y resbalaba, y se desmoronaba, y tiraba a su paso sartenes, y cazuelas, y tenedores, y cuchillos, y cataclismos de hojalata amenazando con destrozar el mundo, y fuegos artificiales afilados que restallaban en la noche sin ánimo de celebrar nada agradable. Y gritos y sirenas y sangre y polvo y humo.

Tardó varios minutos en despertar y comprobar que todos esos ruidos eran reales. Saltó de la cama con el pijama embadurnado en sudor frío, atravesó el pasillo a toda prisa y se asomó a la ventana sin querer encontrarse lo que sabía de antemano que le estaba esperando al otro lado. La bestia malherida, vagones desparramados por doquier, porciones de serpiente moribunda volcadas en el borde del camino. Viajeros agonizantes, contorsionados en poses imposibles, con pieles calcinadas, hemorragias, cristales rotos centelleando por doquier como cuentas macabras de un collar maldito.

Y Márquez asistiendo a todo ello desde su palco de honor.

Mientras oía los gritos, mientras veía a los voluntarios transportar camillas desde el Infierno a la ambulancia, de la ambulancia hasta el Infierno, Márquez sintió una bofetada helada que lo despertó definitivamente de su sueño…

… y le hizo darse cuenta de que los trenes malheridos tienen la incómoda costumbre de sangrar personas.

"Es una coincidencia. Sólo eso. Una estúpida y triste coincidencia", se decía Márquez un par de horas más tarde, cuando el eco de los gritos regresaba para sabotear su sueño. "No han sido los plátanos, imbécil. ¡Tú no tienes la culpa! Ninguna piel de plátano puede poner la zancadilla a un tren. Sería ridículo." Pero el remordimiento le corroía las entrañas cada vez que se asomaba a la ventana y contemplaba la fúnebre labor de los bomberos bajo la intermitente luz de las sirenas.

Asaltó la nevera con el firme propósito de ahogarse en varios litros de cerveza. Quería anestesiarse los oídos, cerrar sus tímpanos por duelo, a cal y canto, y no escuchar el crepitar del fuego, el chirriar de los escombros, el chapuzón de los cadáveres en las bolsas de plástico como un réquiem definitivo, opaco, rematado por esa cremallera que rasga cuesta arriba y que destripa en dirección contraria.

“No ha sido culpa tuya. Son solamente cáscaras de plátano”.

Pero entonces, ¿por qué aguardó a que todos se marchasen y salió a la intemperie a llenar una bolsa de basura? ¿Por qué traspasó los precintos y recorrió la escena del siniestro sin apartar la vista de las vías? ¿Por qué fue recogiendo, una por una, todas las cáscaras de plátano que le salían al paso?

Las pieles de plátano no tenían nada que ver con el accidente ferroviario. ¡Seguro! Pero a Márquez no le hacía demasiada gracia que algún investigador de pacotilla se topase con huellas dactilares en la piel amarilla de la fruta y llegase alguna conclusión precipitada. No se perdía nada por quitar aquellas cáscaras de en medio. No se perdía nada por quemarlas y verlas transformadas en ceniza muda. Los investigadores del suceso lo agradecerían. Una pista falsa menos con la que malgastar el tiempo.

Estas mentiras y otras bastante más curradas se susurraba Márquez al oído al par que registraba los raíles con una minuciosidad obsesiva. Escaneó cada centímetro cuadrado. Cada vez que algo brillaba en el suelo Márquez se agachaba a comprobarlo. Si era una cáscara de plátano iba directa a la bolsa de basura. Pero la mayoría de las veces no eran cáscaras, sino dientes humanos, excrementos, trozos de ropa, vísceras, llaveros, carnets de identidad, chocolatinas, cordones de zapatos… Fragmentos de una galería del horror que al día siguiente alguien recogería con pinzas y guardaría en bolsitas transparentes y primorosamente etiquetadas.

Pero entre todas esas cosas Márquez halló un tesoro que cambiaría su vida para siempre.

Un apéndice amarillento sobresalía entre los matorrales. En un primer momento el músico lo confundió con uno de sus plátanos, pero cuando tiró de él para cogerlo descubrió que estaba asiendo la punta de un iceberg de trapo. Poco a poco se disipó la polvareda y Márquez tenía entre las manos un saco deshilachado en el que se leía a duras penas el logotipo de Correos. Abrió el saco, tosió, lagrimeó, escrutó el contenido. Cartas. Un centenar de cartas que no habían podido llegar a sus destinatarios porque el tren que las llevaba había resbalado de la manera más estúpida.

Por alguna extraña razón aquellos sobres polvorientos despertaron un sentimiento de responsabilidad en Márquez. Se los llevó al apartamento y decidió que al día siguiente mandaría a tomar por culo al gorila, a la isla desierta, a la maldita platanera y a todos los dibujos animados del planeta. Preparó la maleta sin saber qué echar en ella exactamente. Aún no sabía cuánto tiempo iba a durar el viaje. Días, semanas, meses, quizá años. El tiempo suficiente para entregar todas aquellas cartas a las personas que las estaban esperando.

Aquella noche Márquez descarriló, y descubrió que le gustaba.


Continuará…


lunes, 9 de marzo de 2009

VENTRÍLOCUOS SOLITARIOS


Me consta que en este blog hay bastantes aficionados al relato breve. A todos ellos (y a toda la Humanidad en general) les recomiendo asistir a un evento que tendrá lugar este jueves 12 de marzo en el café Libertad 8.

Empecemos (por qué no decirlo) por el principio:

Matías Candeira es un joven escritor (y comunicador audiovisual) que a sus veintipocos años ya ha arrasado en los palmareses de decenas de certámenes de relato. Y al fin llegó lo inevitable: Matías ha recopilado (con Tropo Editores) todos esos relatos premiados en un libro que lleva por título "La soledad de los ventrílocuos". Yo estoy deseando hacerme con un ejemplar que poder devorar a trompicones.

Los que tengáis la suerte de estar el jueves 12 en esa hermosa ciudad que es Madrid podéis acercaros esa tarde a la calle Libertad y cuando sean las 8, os dirigís al número 8 de dicha calle y os tomáis un café o una cerveza mientras Matías os habla de su libro y asesta manotazos incendiarios a diestro y siniestro, de ésos que rompen los jarrones del salón de otros escritores acaso más consolidados, o más anquilosados, autores de páginas que acaso empiezan ya a saber a rancio.

Y mientras consigo esos ventrílocuos en una ciudad tan endogámica como Donosti me dedico a solucionar alguna de mis cien mil lagunas imperdonables. Acabo de tener un romance de fin de semana con Vázquez Montalbán. Siguiendo las recomendaciones de mi buen amigo Raúl me agencié Los mares del sur. Un libro exquisito. El detective Pepe Carvalho y yo nos hemos hecho muy amigos. Es fácil hacerse amigo de un amante de bares, restaurantes y perros.

Escrita con una elegancia sencilla y asequible, y con un final... ¡qué pedazo de final! De ésos que te dejan un sabor de boca amargo pero reconfortante al mismo tiempo, como un trago de aguardiente.

Resulta curioso que la novela que leí justo antes fuese El alquimista impaciente de Lorenzo Silva. Ahora que me he paseado por los mares del sur, me doy cuenta de hasta qué punto debió ternerlos presentes Lorenzo Silva mientras escribía su alquimista.

Ahora me han regalado el best-seller éste que está haciendo estragos, el de Los hombres que no aman a las mujeres. Aún no estoy en situación de poder opinar porque apenas he leído veinte páginas, y parece el tipo de novela que centra sus esfuerzos más en la construcción de tramas que en alardes de estilo.

Según tengo entendido se trata del primer libro de una trilogía. El sueco que escribió los tres libros falleció de un ataque al corazón poco después de entregar a su editor el borrador del tercer libro, y poco antes de que se publicase el primero. Supongo que algo así revestirá al sueco en cuestión de un aura maldita que ayudará a vender mejor los libros. De un modo u otro, resulta extraño leer las palabras de un muerto reciente. De repente el texto adquiere cierto carácter de manuscrito hallado en botella.

Mi colección de dinosaurios de plástico sigue creciendo. Ya ni siquiera caben en el estante de la sala de estar. Mi gran amigo Kino me ha regalado este fin de semana otro tripceratops con dientes. Está fabricado con los mismos materiales de las pelotitas antiestrés. Muy estrujable.

martes, 3 de marzo de 2009

VEINTIDIEZ

Mañana cumplo treinta años.

Cada vez que alguien me pregunta "cómo lo llevo" respondo lo mismo: Llevo dos o tres años sintiéndome como si tuviera treinta años (desde los 27 ó 28) así que no hay razón para pensar que mañana me vaya a sentir distinto.

Si había una "crisis de los treinta" que pasar, supongo que de alguna manera la he ido diluyendo, consumiéndola en dosis homeopáticas durante esos dos o tres años, como hacía Westley en La Princesa Prometida para acostumbrarse al veneno de Vizzini.

Por otra parte he de decir que salí de aquel infierno de peli, y aquel otro infiernísimo de aborto de peli con la sensación de haber envejecido cinco o diez años. Conforme me alejo de aquella época no me siento tanto evejeciendo como recuperando toda aquella vida arrebatada.

No obstante, si estoy hablando de ello en el blog será porque a pesar de todo (ya sea por presión social o por cábalas arcanas) los treinta sí que son una edad significativa.

Empieza una nueva etapa, y no me refiero ya a la cuestión treintañera sino al hecho de que por fin nos hemos escapado de Intxaurrondo para vivir en un lugar mejor. Ahora vivimos en Amara. Es un barrio más bien feúcho (para ser de Donosti) pero tremendamente práctico. Me permite ir andando a la ETB (lo cuál implica ahorrar un pastón en guaguas y reducir la probabilidad de que un conductor psicópata consiga por fin abrir mi cabeza contra las columnas del vehículo a golpe de acelerón inesperado). Mi habitación es pequeñita y me obliga a adoptar esa disciplina de tripulante de submarino; ese calcular cada movimiento para no chocar con esto o derribar aquello, ese guardar en su escondrijo cualquier cosa que no esté utilizando para no saturar el espacio. No resulta difícil. En peores plazas he toreao. Comparado con un par de habitaciones del pasado (de las que por cierto guardo un cariñosísimo recuerdo) mi dormitorio actual es un palacio.

Y ahora toca mi onza diaria de chocolate negro disuelta en la lengua poco a poco, y mi segunda jarra de té rojo, y vestirme e ir al trabajo a estrujarme el cerebro como si fuera una fregona, a ver qué mierda sale de él.

El otro día empecé un nuevo relato pero tal y como se me presenta esta semana, no creo que pueda reanudarlo hasta la próxima.