jueves, 17 de julio de 2014

CAMINAR POR FUERA Y CAMINAR POR DENTRO


Las mejores ideas se tienen caminando. O en la ducha, claro. Pero caminar es más barato que ducharse, y tiene efectos menos devastadores para el planeta, a menos que seas Godzilla.

Cuando caminas por fuera, caminas por dentro. Es como si tu cuerpo le diese ideas a la mente.

No obstante, hace poco me di cuenta de algo: Llevo varios meses saliendo a caminar sólo por mi barrio. Andando en círculo, como en una rueda de hamster. Es una situación que, en los últimos días, estoy intentando romper.

Ahora cuando salgo a caminar tomo la determinación de llegar hasta otros barrios. A veces incluso varios barrios en un mismo paseo. No lo hago solamente para obligarme a hacer más ejercicio (que también), sino por lo que comentaba más arriba: Creo que existe una relación entre cómo caminamos por el mundo y cómo caminamos por el interior de nuestra mente.

Si cambiamos de barrio físico, es posible que cambiemos de barrio mental. Si andamos en círculos sin atrevernos a salir de nuestro barrio, estamos poniéndonos tabiques a nosotros mismos, incluso a nivel conceptual. Estaremos forjando una actitud en la que ciertas ideas no se atreverán a salir.

Moverse hacia otros barrios en lo físico, en cambio, es invitar a tu mente a derribar tabiques, a acoger otras vías, otras influencias. Lo exterior influye en lo interior, y viceversa. Macrocosmos y microcosmos. El secreto de la alquimia.

Otras veces intento pasear por calles en las que nunca he estado. Encontrarlas y pisarlas por primera vez. Incluso en las inmediaciones de tu barrio hay sitios en los que nunca te has metido. Los has esquivado inconscientemente durante años. Si decides pisar por primera vez un lugar físico, a lo mejor le estás enviando a tu inconsciente mensajes subliminares para que pise por primera vez una idea, un estado mental, una actitud descabellada.

A veces me acuerdo de algo que probé hará un par de años, cuando todos los billetes de metro costaban igual, independientemente del trayecto. Improvisé sobre la marcha. Me sentía atrapado en mi propia vida y tomé una decisión: Compré un ticket de metro y me sumergí bajo tierra con la intención de bajarme en una estación en la que NUNCA hubiese estado. Quería aprovechar esa magia que nos permitía el metro de aquel entonces: Por el mismo precio, podías llegar en menos de una hora a cualquier sitio. Me bajé en Las Musas. Siempre me había gustado el simbolismo de ese nombre.

Las Musas resultó ser un barrio insulso, incluso feo. Edificios de ladrillos. Extrarradio. Pero me tomé un par de cañas en un par de bares muy majos y regresé a la civilización, consciente de que el auténtico viaje no lo había hecho por fuera, sino por dentro.

Ulises de "todo a cien".

En realidad ya hablé un poco sobre todo esto hace tiempo, en este otro post. La única manera que conozco de intentar ser creativo es rodear tu vida de cosas interesantes, e intentar mirar el mundo de formas interesantes. Todo lo que hacemos nos configura, nos programa. A lo mejor hay que perseguir lo inusual, para que se filtre por los poros de tu cráneo y te llegue al cerebro.

Quizá todo consista en eso, en lanzarle indirectas a tu inconsciente para que tu inconsciente te lance indirectas a ti.

Y hay que romper tabiques. Conformarse con lo lógico es un bajón.

Por ejemplo: La lógica me diría que éste es el momento adecuado para acabar este post. Ya ha durado demasiado.

¡A tomar por culo!

Voy a seguir.

Os voy a contar lo que me pasó ayer durante uno de esos interminables paseos que recorren varios barrios (interiores y exteriores)

Tras varios kilómetros de caminata me detuve en un bar y me recompensé con un par de merecidísimas cervezas. Mientras me las bebía masajeaba el clítoris de mi teléfono móvil y escuchaba el culebrón que tenían puesto en la tele del bar: Mexicanos que hablaban de sentimientos a otros mexicanos. Mientras me movía de Facebook a Twitter y de Twitter a Facebook (también en internet solemos encerrarnos en los mismos barrios) los diálogos del culebrón llegaban a mis oídos. Era todo muy solemne, muy melodramático. La clásica escena del tío que se declara a la tía desnudando su alma.

Y entonces, no sé por qué, me dio por mirar hacia el televisor. FUE MARAVILLOSO. ¡El galán que declaraba su amor... estaba maquillado de payaso! ¡Era un puto payaso! De repente, un ingrediente nuevo trastocaba lo tópico y lo convertía en algo mágico. Creo que el efecto no habría sido tan devastador si hubiese visto la escena desde el principio. El verdadero poder estaba en lo otro: En haber escuchado el diálogo romanticón intenso formándome una imagen en la cabeza y luego: Romper tabiques, mudarme de barrio mental, permitir que ese otro estímulo (el galán está vestido de payaso) entrase en mi cabeza para trastocarme, para contaminarlo todo. Luego deduje (por el resto de diálogos) que el culebrón en cuestión era "Amarte así, Frijolito".

Cinco minutos más tarde, en ese mismo bar, entró un tipo que pidió las cosas a la camarera de forma muy prepotente, con acento pijo. Otro payaso. ¿Quién se ha creído éste que es? Me giré para mirar con desprecio al recién llegado y... resulta que era un negro vestido de manera humilde. Una vez más, se me desmoronaron un par de tabiques mentales. ¡Ya no podía despreciarle! ¿Cómo va uno a despreciar a un negro vestido de manera zarrapastrosa? Mi cabeza, girando en su noria de hamster, había construido la imagen de un yupi impertinente. Es fácil detestar a un yupi, pero no podemos detestar a un negro. No es políticamente correcto. Un negro en chándal tiene todo el derecho a hablar de forma pija y pedir las cosas con prepotencia. Se lo ha ganado a pulso, por ser negro y tal. No tengo nada contra los negros. De hecho, cuando alguien es negro se me quitan automáticamente las ganas de detestarlo. A ese negro en cuestión, ni lo detesté, ni lo detecté.

A lo mejor éste sí es el momento de terminar el post, antes de que se alargue demasiado, pero no sé... después de haber contado este par de anécdotas uno esperaría que reflexionase un poco sobre el tema, que sacase conclusiones...

A fin de cuentas, hay un vínculo muy poderoso entre ese negro y ese payaso.

Y a lo mejor lo más creativo que puedo hacer con este post es joderlo hasta que deje de funcionar.

A lo mejor la creatividad consiste en destruir. Y viceversa.

Contradictorio, bidireccional.

Como una polla comiéndose a un becario.

Después de ese paseo quedé a tomar unas cervezas con Kike Narcea y Alberto Carpintero. Les conté lo del negro. Nos reímos mucho (no por el negro, sino por muchas otras cosas) La velada terminó con ellos dos discutiendo encarnizadamente sobre si Leone era o no mejor realizador que Tarantino.

miércoles, 2 de julio de 2014

¿HAY QUE CONOCER LAS REGLAS PARA PODER SALTÉRSELAS?




Hay que conocer las reglas para poder saltárselas.

Mis profesores me lo decían en la universidad, y yo mismo se lo he dicho a mis alumnos, cuando los he tenido.

Hay que conocer las reglas para poder saltárselas.

Sí, he pronunciado esa frase, y la he defendido, e incluso he creído en ella.

Pero cuantos más años cumplo, cuantas más páginas escribo, cuanto más aprendo a mirar a mi alrededor, menos convencido estoy de ello. No digo que rechace la frase de manera tajante. Simplemente, no lo tengo tan claro. Tengo dudas.

Uno lee cosas que escribió de joven, antes de recibir una formación... uno lee cosas que escriben los niños... uno lee el guión o la novela de un autor "no profesional"... y encuentra hallazgos, dechados de pureza que nunca habrían podido salir de una mente domesticada.

Por otra parte, las reglas tienen un gran peligro, al menos en mi caso: Una vez que las conozco, me siento muy cómodo con ellas y tengo la sensación de que puedo contar cualquier cosa sin desobedecerlas. Porque llevan mucho tiempo inventadas, las cabronas. Las reglas nos conocen a nosotros mucho mejor de lo que nosotros las conocemos a ellas, y mucho mejor de lo que nos conocemos a nosotros mismos.

Las reglas son una prisión lo suficientemente amplia para englobarnos, para que no nos sintamos constreñidos. De pronto me vienen a la cabeza esas tortugas que crecen más o menos según el tamaño de la pecera en la que las encierres. ¿Debemos conformarnos con nuestra pecera o debemos construir una más grande? ¿Merece la pena convertirnos en tortugas gigantes, o somos felices siendo tortuguitas minúsculas?

De pronto me acuerdo de mis comienzos como escritor. Escribía novelas sin parar, una tras otra. Novelas que ahora mismo no me atrevería a enseñar a nadie sin ruborizarme. En ellas experimentaba con los signos de puntuación, me inventaba palabras... quería innovar. Todavía me pasa, de vez en cuando.

Luego creces - o algo parecido - y te das cuenta de que puedes comunicar lo mismo y transmitir las mismas sensaciones respetando las reglas de la gramática comunmente aceptada. Poco a poco, uno deja atrás la edad del pavo del artistilla y se da cuenta de que las cosas realmente importantes, las que remueven a los demás por dentro... no dependen tanto de la forma como del sustrato. Lo que realmente nos atrapa o nos descoloca son los conceptos, las ideas, los bocetos de personajes... las decisiones formales deben ser como ninjas, que nos ayudan a transmitir eso lo mejor posible, pero de una manera tan virtuosa como invisible.

Creo que las reglas son domesticarse. Son podar una planta que desearía crecer de manera salvaje. PERO LAS ASUMIMOS POR AMOR. Del mismo modo que Jaime Lannister es capaz de arrojar a un niño desde una torre por amor, nosotros somos capaces de aceptar los límites que nos imponen las reglas... por amor.

No nos engañemos: Escribimos para que nos quieran. No nos engañemos: Escribimos porque, muy en el fondo, queremos a esos hijos de puta hacia los que nos dirigimos, incluso cuando tecleamos para joderles y para meterles los dedos en las llagas. Es otra forma de amor. Una especie de sexo made in David Cronemberg.

Las reglas nos limitan, pero las necesitamos para comunicarnos con esos lectores (o espectadores) que amamos. Yo podría innovar ahora mismo escribiendo:

ñfdjfjklfberfiluhuiiiiiiiiirrrrrrroooinnnckcccllklklkdnjkdsnjkds

Seguro que nadie ha escrito eso antes. Pero hay algo aún más seguro: Lo que acabo de escribir no lo va a entender nadie, ni le va a importar a nadie.

Asumir las reglas es como irte a vivir a un país extranjero y aprender su idioma: Un idioma con el que no te has criado, con el que no podrás expresar todo lo que llevas dentro... pero lo aprendes y lo hablas, porque necesitas que te entiendan, que te quieran... Todos asumimos las reglas (en mayor o menor medida, consciente o inconscientemente) porque no nos gusta estar solos. Incluso el naúfrago voluntario, en su retiro, tendrá ganas de enviar un mensaje embotellado de vez en cuando.

¿Pueden mutar las reglas? ¡Por supuesto! Lo hacen constantemente.

¿Podemos - y debemos - arrojar piedras contra la pecera en busca de otra pecera más grande? Creo que ya he hablado sobre eso por aquí, posiblemente en la entrada que he enlazado hace un rato: Las grandes innovaciones, las grandes genialidades... rara vez son intencionadas. Si te sientas ante el folio pensando "Voy a innovar", no te olvides de ponerte una nariz de payaso a juego con ese pensamiento.

Yo creo que se innova por accidente.

Como pasa con todos los aspectos de la vida, más de la mitad de lo que escribimos lo decide nuestro inconsciente. Cuando organizamos el magma que llevamos dentro concretándolo en palabras, en historias... ahí está nuestra razón construyendo barcos en los que nuestro inconsciente viaja como polizón.

Me viene a la cabeza el guión de MÍ, una peli que escribí para César del Álamo. Escribí la primera versión sin plantearme qué profesión tenía la protagonista. Simplemente me dejaba llevar, me centraba en los auténticos motores de la peli. Luego, en la segunda versión, decidimos añadir un epílogo en el que viésemos a la prota en su vida normal (la primera versión arrancaba directamente con ella sumida en las circunstancias surrealistas que gobiernan el resto de la peli). Cuando tuve que escribir ese prólogo, me di cuenta de que ese personaje era arquitecto, y que había elegido esa profesión para contentar a sus padres. Puede que, sin yo quererlo, añadiese un leve tinte autobiográfico: A mi padre le habría encantado ser arquitecto y no lo fue. Luego intentó convencerme para que yo estudiase Arquitectura, y no lo hice (decisión que él respetó en todo momento). El caso es que yo escribí el guión sin pensar en una mujer arquitecto, pero creo que inconscientemente la arquitectura ya estaba ahí.

En ese sentido, creo que las cosas realmente profundas, las que realmente convierten cada obra de arte en algo vivo, no las controlamos del todo. Da igual si respetamos o no las reglas. La diferencia entre un ferrari y un seat seiscientos no depende de cómo se detienen para respetar los semáforos.

Creo que si un escritor quiere escribir cosas buenas, tiene que cultivar el inconsciente, y eso se consigue - o eso espero - viviendo, planteándose las cosas, escuchando, moviéndonos por el mundo intentando encontrar significados en él.

No sé si hay que conocer las reglas para poder romperlas, porque ni siquiera estoy seguro de que haya que romper las reglas. Igual debemos olvidarnos de estos debates estériles e intentar tener vidas interesantes, para convertirnos en personas interesantes y contar cosas interesantes, incluso sin querer. Y no hace falta viajar a Machu Pichu o a Birmania para tener una vida interesante. Creo que es algo que depende más de la actitud de cada uno que de las experiencias vividas.

A modo de curiosidad, diré que he tecleado "A la mierda las normas" en Google para buscar una foto con la que ilustrar este post, y el segundo resultado que me ofrecía Google era este otro post que escribí hace tiempo.