domingo, 7 de septiembre de 2008

UN PELO EN LA POLLA DE PABLO

Pablo nunca supo masturbarse con fotos de revistas, ni con vídeos. A veces lo intentaba, y era en vano. Sólo podía correrse cuando pensaba en mujeres a las que conocía en persona. A veces era la vecina del quinto, a veces la compañera del trabajo, a veces una ex-novia, otras veces la hermana de una ex-novia, o la rubia de detrás del mostrador de la panadería de la esquina, que rozaba su mano al darle el cambio.

Y cuando Pablo se ponía nostálgico, se tocaba evocando amores imposibles de instituto. Recordaba con excitación casi animal a todas aquellas adolescentes que antaño despertaron su deseo. Muchachas que a esas alturas habrían crecido, envejecido y engordado, aunque hace tiempo fueron primavera en vez de otoño, y despertaron erecciones tímidas. Muchachas que no conocieron la clase de cataclismos que provocaban en el cuerpo de Pablo, o que al saberlo, reaccionaron riéndose en su cara.

O que al saberlo, reaccionaron riéndose en su cara…

Fabiola. ¡Qué linda era, y qué pecaminosamente bien dotada, y qué bien lo sabía, la muy puta! Fabiola. La primera mujer en rechazarle con esa perezosa sonrisa de desdén a la que tuvo que acostumbrarse con el tiempo. La primera en usar sujetadores de mujer, y en profanar el baño de los chicos abriendo cremalleras masculinas.

Cuando Pablo se masturbaba con Fabiola, se excitaba más que con ninguna otra mujer que hubiera conocido. Y lo más sórdido del asunto, lo que jamás confesaría ni a curas ni a psicólogos, eran las imágenes que invocaba en su mente. No pensaba en los senos de Fabiola, ni en ese chupetón que siempre deseó estampar en aquel cuello, ni en ser él el macarra que desgarra esas bragas en el baño de los chicos.

Lo que le ponía a cien, era pensar en cómo el tiempo había jodido la vida de Fabiola. Recordar el día que la muy zorra tuvo que dejar los estudios, con diecisiete años de edad, porque la habían preñado. Recordarla llorando histérica por todos los pasillos, intentando remendar su dudosa reputación, jurando y perjurando que ese embarazo era imposible, que nadie la había tocado en más de un mes. Pero Fabiola era demasiado puta para interpretar el papel de virgen María, y todos lo sabían, y cuando Pablo se castigaba la polla recordando cómo los demás adolescentes humillaban a Fabiola, aquello era placer. Cuando se la imaginaba criando sola a un hijo indeseado, ajándose día a día tras la caja registradora de algún supermercado… entonces su pene amenazaba con reventar, y se corría con una intensidad insoportable, y era tal el hormigueo que recorría su miembro, era tan mareante la sensación de éxtasis, que Pablo calculaba haber derramado medio litro de semen. Pero luego veía el espeso mejunje resbalar por sus dedos, y no era tan copioso. Era muy poco. Incluso menos de lo habitual.

Y era entonces cuando la sobria realidad volvía a manejar el timón, y la vida olía de nuevo a semen invisible, reliquia de placeres falsos, a secreciones ahogadas en papel higiénico… Era entonces cuando su vida sonaba a habitaciones huecas y agua de cisterna. Era entonces, y sobre todo entonces, cuando se daba cuenta de que a él, el logro de haber concluido sus estudios y haber sobrevivido a la treintena sin engendrar mocosos, tampoco le había servido de mucho.

Estaba harto de no ir a restaurantes por no tener a nadie a quien poner en la silla de en frente. Estaba harto de ir al cine y no comentar las películas con nadie. Estaba harto de romances de una sola noche, que llegaban perfumados de alcohol y se marchaban con un sabor de boca de resaca y bilis. Harto de follarse a tal o cual mujer y no saber su edad, ni su comida favorita, y no poder dormirse por tener a una extraña en su cama, o por estar en una cama extraña.

A veces transcurrían largos períodos de tiempo entre una mujer y otra. Cierto día, durante uno de esos períodos, Pablo fue a mear. Y lo que aquí debe importarnos, no es la meada de Pablo, sino lo que encontró enredado en la base de su pene:

Un pelo de mujer.

¿Cómo había llegado aquel cabello femenino hasta la polla de Pablo? Era un misterio. Ninguna chica se la había chupado desde hacía casi un mes. Y aun había más: el pelo era de color rojo, y si algo sabía Pablo a ciencia cierta era que, lamentablemente, jamás había tenido sexo con una pelirroja.

El cabello en la polla de Pablo era, pues, un imposible. La cuerda floja que venía de ningún sitio, y conducía hacia ninguna parte.

Pablo no tardó en olvidarse del incidente.

Pasaron varios años, y esos años desembocaron en cierta noche de discoteca y vodka. La chica era vulgar, pero bonita. Pablo se presentó con un “tu cara me resulta terriblemente familiar, ¿nos conocemos?” Es una de las excusas más trilladas para intentar ligar, pero aquella vez funcionó, porque era cierto.

No, listillos. Aquella chica no era Fabiola. ¿Me dejáis que siga contando el cuento?

Salieron de aquel antro, y fueron hacia la casa del que vivía más cerca, tambaleándose, recogiéndose del suelo mutuamente, desperdigando besos y mordiscos a lo largo y ancho de las calles.

Cuando Pablo se dejó caer de espaldas sobre el colchón, el pantalón parecía demasiado pequeño para contener su erección. Cerró los ojos, y notó cómo ella desabrochaba la bragueta, e introducía el miembro en su boca. Fue una señora mamada. La chica sabía lo que hacía. En aquel instante, ella era sólo lengua, y labios, y saliva.

Pablo abrió los ojos. Quería ver cómo jugaba aquella diosa con su falo. La luz de la habitación estaba encendida, y gracias a ello, Pablo advirtió un detalle que había pasado por alto a causa de las tres o cuatro copas de más, y las luces de colores del garito, y la densa oscuridad de los portales.

Era pelirroja.

Mientras Pablo se corría, tuvo una revelación casi tan excitante como la propia corrida. Recordó aquel pelo rojo enroscado en su pene, años atrás. La eyaculación fue más intensa de lo habitual, acompañada de un estremecimiento electrizante. La temperatura del cuarto dio la impresión de aumentar en varios grados.

Ella no se lo tomó del todo bien. Tal vez le molestó que Pablo se corriese en su boca así, sin previo aviso. Tal vez le molestó que las fiesta terminase tan pronto, sin más preliminares, ni más coito. Él renunció a dar explicaciones. No sabía cómo contarle a aquella desconocida que, durante aquella mítica mamada, había llegado a la conclusión de que un pelo rojo había efectuado un viaje en el tiempo, y había aterrizado en el pene del Pablo de hacía varios años.

Tal vez alguien con una vida mejor condimentada que la de Pablo habría desechado una hipótesis tan descabellada. Pero él se obsesionó con el tema. Consultó libros de física cuántica, no los entendió. Hizo todo tipo de experimentos con su polla, compró mamadas en las esquinas adecuadas, hizo acopio de memoria, buscando otras situaciones del pasado en las que hubiese hallado vestigios de misterio en sus partes íntimas, pelos demasiado largos, quizá incluso huellas de carmín… Todo con tal de averiguar si su miembro viril era, tal y como él sospechaba, una especie de máquina del tiempo.

Y llegó a la conclusión de que lo era. Un taladro que hacía agujeros de gusano en las paredes de la cuarta dimensión. El mecanismo parecía muy sencillo: Cada vez que Pablo rebasaba ciertas barreras de excitación, ese estremecimiento indefinible acompañaba al orgasmo, y su pene abría un portal hacia el pasado o el futuro.

No tardo en llegar la pregunta inevitable. ¿Cómo controlar la fecha de destino de aquellos viajes en el tiempo? La respuesta llegó como un latigazo de luz: La noche de la mamada, ¿en qué pensaba él durante el orgasmo? En un día de varios años atrás; justo el día en que encontró el pelo enredado en su pene. ¡Era eso! Las cosas que estuviesen en contacto con su polla, viajaban hacia el momento en el que Pablo estuviese pensando en el instante de la eyaculación.

El pelo rojo de la chica que hacía buenas mamadas era una paradoja temporal, un hilo rojo que viajó hacia el pasado para provocar su propio viaje hacia el pasado.

La tercera revelación fue la más dolorosa.

Porque Pablo no tardó en darse cuenta de que el hormigueo que sentía cada vez que su orgasmo provocaba viajes temporales, era exactamente el mismo que sentía cuando se masturbaba pensando en Fabiola… y en el día en que la chica descubrió que estaba embarazada, y juraba entre lágrimas de impotencia que no había mantenido relaciones con ningún chico… no desde hacía más de un mes…

Pablo sintió un nudo en el estómago. No fue capaz de negar lo evidente. Aquellos orgasmos tan intensos no dejaban mucho semen en su mano porque la mayor parte de su semen había viajado hacia aquellos días de instituto, y había fecundado a Fabiola. Aquel niño, aquella criatura que tuvo que crecer sin el calor de un padre, era suyo.

Hizo lo que sabía que tenía que hacer. No le costó mucho trabajo localizar a Fabiola. Fue a cierta calle, se detuvo frente a cierto número, y tocó el timbre. El chaval abrió la puerta. Tenía la justo la edad con la que Pablo conoció a su madre, y había algo en la mirada del chico que recordaba demasiado a la de aquel adolescente que Pablo fue una vez.

Un saludo entrecortado rompió el silencio. El chico sonrió, sin saber muy bien por qué.

La madre del muchacho no tardó en aparecer tras él.

Fabiola…

Ya no era tan atractiva, ni tan joven… pero seguía siendo ella. Seguía despertando huracanes de gatos rabiosos dentro de Pablo.

No es fácil precisar por qué aquel hombre y aquella mujer se abrazaron sin decirse una palabra. Supongo que a veces, muy pocas veces, uno se da de bruces con certezas terribles, laberintos que desembocan en colisiones inevitables…

Lo único que sabemos a ciencia cierta, es que el abrazo llevó a un “qué tal si quedamos algún día”, y aquellas seis palabras condujeron a una vida diseñada para tres personas. De la noche a la mañana, Pablo se vio marido y padre, y fue a los restaurantes, y comentó las pelis en los cines, y aprendió a cocinar, y empezó a lavar y tender su propia ropa, junto con la de otras dos personas, en lugar de llevar sus trapos sucios a la lavandería más cercana.

La lavandería…

La imagen de la lavandería hizo que Pablo recordase. Entendió por qué le dijo a aquella chica pelirroja que su cara le resultaba familiar. Era la joven de la lavandería. Más de una vez la había visto allí, a lo lejos, a través de la puerta del fondo, cuando llevaba o recogía su ropa.

Pablo consideró la posibilidad de que el cabello rojo nunca hubiese viajado en el tiempo, de que la chica pelirroja de la lavandería hubiese perdido un pelo haciendo su trabajo, y ese pelo hubiese aterrizado en unos calzoncillos recién lavados, de que esos calzoncillos hubiesen hecho llegar el pelo rojo a la base de un pene…

Sentado en el sofá de su nueva casa, Pablo abrazó a Fabiola, miró a su presunto hijo… y desechó la idea. Quizá porque hay respuestas que no sirven para nada en esta vida. Quizá porque una vida no es del todo una vida a no ser que uno crea en que existen corridas más especiales que otras, a no ser que uno crea en los viajes en el tiempo, a no ser que uno crea, de vez en cuando, en la puta virgen María.

Donosti
7 de septiembre de 2008

8 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Que retorcido eres, cabronazo!

Mooooola.

Anónimo dijo...

Para que luego digan que no es importarte creer....

Eso es estar receptivo y lo demás tonterías!

(es cojonuda)

Álvaro Loman dijo...

XDDD Es la polla (y nunca mejor dicho) XDDD

Kike dijo...

Que poético a la par que grotesco...

Anónimo dijo...

COJONUDO.

Juanjo Ramírez dijo...

Gracias a todos! :)))))

Y gracias por no apalearme ;)

A ver si ahora que empiezo a tener una vida más estable sigo escribiendo más relatillos de cuando en cuando.

Sach dijo...

Eso eso, a ver si sigues!
Y eso que el título no me animaba a leerlo...

Anónimo dijo...

Jo, tremendo relato. Podría ser un capitulo de Twilight Zone si Rod Serling fuese Almodóvar.