martes, 27 de diciembre de 2011

LA MEJOR DEFENSA ES... ¿UN BUEN DIÁLOGO?


Algunos lo sabréis, y otros muchos no: Dentro de unos meses publico una novela con Editorial Eutelequia.

Y aunque la criatura no se haya presentado aún en sociedad, César del Álamo ya ha escrito un muy buen guión de largometraje basado en ella. Un guión que pretendemos pulir en los próximos meses para intentar convertirlo en - crucemos los dedos - una película de César del Álamo basada en la novela.

Se ha escrito mucha mierda jugosa sobre el proceso de traducir el lenguaje de la Literatura al código cinematográfico, pero a mí, en este caso concreto, me ha impactado especialmente un tema del que no se ha hablado tanto:

Los putos diálogos.

A muchos os parecerá obvio lo que voy a decir, pero lo obvio suele ser, con frecuencia, lo que más fácilmente pasamos por alto.

¡Vale!, voy al grano:

Leo algunas secuencias del guión... y los diálogos están prácticamente calcados de la novela. ¡Oh, ese guión es tan fiel a mi obra! ¡Debería sentirme más que satisfecho!

Pues... NO.

Resulta que muchos diálogos que - en mi opinión - funcionan en la novela, no funcionan igual de bien en un guión de cine.

Y no estoy criticando el trabajo de César. Su versión es un primer borrador que adapta la historia al formato cinematográfico de manera impecable. Incluso la mejora en algún que otro aspecto.

Pero de repente advierto que la forma de hablar de un personaje de novela no tiene por qué funcionar en una obra audiovisual.

¿Por qué?

Puede deberse en parte a que el lector de libros está educado - domesticado incluso - para aceptar ciertos artificios. A ningún niño le gusta el kaviar a menos que le entrenes el paladar a hostias. Convenciones establecidas. Reglas del juego, y tal.

Pero no es sólo eso.

De hecho, es muy normal que escribamos un diálogo en un guión y nos parezca de puta madre así, sobre el papel. Sin embargo, cuando escuchamos esas líneas en boca del actor, nos llevamos las manos a la cabeza. Intentamos tranquilizar nuestra conciencia con un: "Vaya mierda de actor, ¡me ha destrozado el texto!" Y a veces es verdad, pero no siempre.

Si tenéis amigos actores, habréis notado que su frase más recurrente - además de "He vuelto a pagar 400 euros por un curso que no sirve para nada" y "Esta casa tiene muy mal Feng Shui" - es la de:

"Es imposible defender este diálogo."

Y creo que es cierto. Hay diálogos muy fáciles de asimilar en el papel, pero muy difíciles de pronunciar a la hora de la verdad. Como el Necronomicón de Evil Dead, que no hace daño a nadie con sus paginitas mudas, pero cuando alguien lee cualquier párrafo en voz alta, la lía parda.

En algunos casos, la culpa se puede atribuir a nuestra afición a devorar las pelis yankies DOBLADAS, como ya comenté en su día.

PERO HAY ALGO MÁS: Creo que el meollo de la cuestión está en la propia esencia de la comunicación escrita. La actitud con la que accede un lector al discurso literario es muy distinta a la actitud pasiva con la que un espectador recibe el discurso audiovisual. En su día opiné sobre cómo ello afecta a la estructura de la trama. Hoy me apetece hablar sobre cómo afecta a los diálogos.

Da igual si hablamos de un poema, un guión o una novela. Hay un factor que las iguala a todas, algo que subyace, que condiciona todo lo demás:

EL RITMO.

Somos seres musicales. No nos damos ni cuenta, pero rendimos culto a partituras invisibles. Tenemos un metrónomo en las tripas. La música es la vaselina que utilizan para meternos la mercancía por el culo. Quien se dedique a la comedia lo sabe por experiencia: A veces un mismo chiste funciona mejor o peor no por su contenido, sino por una simple cuestión de métrica.

Es esa música que subyace por debajo de la información la que hace que una frase nos impacte como un puñetazo o nos acune como una nana.

Y claro, el concepto de ritmo implica, por definición, que hay que distribuir los conceptos EN EL TIEMPO.

Ahí es donde los caminos del guión y la novela se bifurcan. Porque el guión, al igual que el teatro, no deja de ser una partitura destinada a ser representada en el mundo real; éste en el que, al parecer, todos compartimos una misma percepción del tiempo.

Pero el mundo de "lo leído" es diferente. Los cerebros son islas. El interior de nuestras cabezas no entiende de tiempo. El "tiempo objetivo" es un esperanto que hemos decidido homologar para poder entendernos los unos a los otros. En la intimidad de nuestro cráneo, sin embargo, podemos fabricar nuestros propios ritmos e interpretar la partitura a nuestro gusto. Cada diálogo se despliega ante nosotros ofreciéndonos un buffet libre de posibilidades. Y en nuestra cabeza sonará más lento o más deprisa dependiendo de en qué cultura nos hayamos educado, o del nivel de estrés con que nos pille la lectura, o de si estamos leyendo porobligación o por placer.

Por eso - entre otras cosas - creo que las dictaduras del ritmo son más férreas en una obra audiovisual que en una obra "literaria". ¿Os convence mi argumento?

A mí no...

Bueno, a una parte de mí sí. Claro... Pero otra parte de mí sigue garrapateando partituras como un gilipollas. Otra parte de mí sigue escribiendo las novelas como si alguien tuviese que leerlas en voz alta.

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