jueves, 5 de julio de 2012

LA CERA DEL PENITENTE


Sé que he pasado mucho tiempo sin actualizar. He tenido el ordenador roto, y estoy enfrascado en un proyecto interesante. Ambas cosas están relacionadas. El proyecto en cuestión viene rodeado de connotaciones que lo convierten en un proyecto maldito.

Porque EXISTEN los proyectos malditos.

En los tiempos que corren, este tipo de proyectos son más civilizados que antaño, y en lugar de dedicarse a matar a la gente involucrada en ellos, se dedican… pues a eso: A joder los ordenadores involucrados en ello.

Es un tema que daría para un post entero, pero hoy no pretendía hablaros de eso, sino de otra maldición: Una con la que yo, personalmente, tengo que convivir desde que era un niño.

LA CERA DEL PENITENTE.

Semana Santa en Granada. Yo debía tener unos ocho  años. Estaba viendo las procesiones con mi familia. Habían puesto unas cintas de “prohibido el paso” que separaban al público de los penitentes.

Pero los niños no entienden de prohibiciones.

Los niños atravesaban aquella imitación de precinto policial y se dedicaban a corretear entre los penitentes para recolectar la cera que goteaba de los cirios. Amasaban esa cera entre sus manos e iban construyendo una pelotita con ella. Todos los niños lo hacían. Mi hermana entre ellos.

Todos los niños… menos YO.

Yo era el único gilipollas que no traspasaba el precinto porque se suponía que “estaba prohibido”. Así se lo decía a mis padres cuando ellos me animaban a unirme a los demás niños.

- No seas tonto – insistían ellos -. No va a pasar nada. Mira a tu hermana. ¿No ves que con los niños hacen la vista gorda?

Así que finalmente me animé a traspasar esa barrera e hice un tímido intento de disfrutar de mis privilegios infantiles. Me dirigí con pasos temerosos hacia el penitente más cercano, alcé mis manitas para recibir aquellas gotas de cera caliente y... 

... no tardó ni medio minuto en aparecer un señor con traje y corbata a regañarme de muy malas maneras. Me echó de allí, tratándome como si fuese un criminal. Un peligroso criminal de ocho años de edad.

Yo no podía entender tanta injusticia. No me entraba en la cabeza por qué, si mis padres me habían asegurado que “no pasaba nada”, a mí me regañaban por hacer lo mismo que hacían todos los demás niños.

Tal vez lo llevaba escrito en la cara. Tal vez tengo demasiado aspecto de “guiri” para vivir en las páginas del Lazarillo de Tormes. Tal vez la maldición está grabada en esos genes guipuzcoanos que heredé de mi abuela.

O tal vez aquel encargado del traje y la corbata me vio caminar más inseguro que a los otros niños y decidió cebarse conmigo.

Ya fuese por una razón u otra, desde entonces fui consciente de que poseía esa maldición que con el tiempo he bautizado como “la cera del penitente”. He tenido muchas otras ocasiones para constatarlo: Yo no sirvo para las infracciones. Esas pequeñas ilegalidades que comete todo el mundo a sabiendas de que “la autoridad competente” las asume y hace la vista gorda… esas pequeñas ilegalidades que normalmente nadie castiga porque en el fondo no hacen daño a nadie… esas pequeñas ilegalidades que en un país como el nuestro se asumen como algo cotidiano porque “nadie te pilla”…

Pues bien: Yo soy ése al que sí pillan. Soy vuestra puta cabeza de turco, cabrones. Esa infracción que vosotros cometéis todos los días como si fuera algo natural, yo la cometo una sola vez y se ceban conmigo.

A lo mejor es por eso mismo: porque vosotros lo hacéis con esa naturalidad, con esa cara (dura) de “aquí no pasa nada”.

De un modo u otro, la maldición de la cera del penitente me ha convertido en una persona correcta y civilizada... A LA FUERZA.

En muchos casos me encanta ser así. La mayoría de las normas están ahí por razones sensatas, y creo que tengo cierta tendencia a contribuir al bien común.

Pero en esas ocasiones en las que no estoy tan de acuerdo con una norma porque me parece estúpida o injusta… también tengo que obedecer. Como una puta oveja. Alguien me puso un chip nada más nacer.

Ahora bien, el hijo puta que me puso el chip no tuvo en cuenta los posibles efectos secundarios.

Esa prohibición externa me ha obligado a canalizar todo lo demás hacia las cosas que escribo: Rebeldía, caos, insumisión, terrorismo ideológico, perversiones de todos los colores.

Batman por fuera, Joker por dentro.

Cuando no tengo que escribir para otros el gamberro subversivo que llevo dentro toma las riendas, y entonces el acto de contar historias se convierte para mí en una catarsis, una venganza contra nadie en concreto y contra el mundo en general, una forma de dinamitar los pilares de cualquier cosa que se considere correcta y ortodoxa.

Cuando escribo sin riendas ni bozal:

Elijo un tema escabroso por cada paso de peatones que he respetado.

Meto un dedo en una llaga por cada dedo que no me han dejado meter en un enchufe.

Saco un tabú a bailar por cada billete de metro que pagué en vez de colarme.

Pervierto una estructura de guión por cada "sinpa" que no he hecho.

Me cago en una norma gramatical por cada césped que no he pisado.

Y ojalá algún día pueda conseguir que cada palabra que escriba os provoque una pesadilla, que os impida conciliar un sueño... por cada vez que he bajado el volúmen de la tele por la noche, para no molestar a los vecinos.

A veces me paro a pensar en todo eso. Barajo pros y contras. Me analizo. Finalmente decido que esa manera en que los acontecimientos me han moldeado no me hace ni mejor ni peor que nadie, pero me gusta ser como soy. Creo que, por una mera cuestión de equilibrio, se hace necesaria - o conveniente - más gente civilizada en el mundo exterior, y más gente rebelde en el mundo interior.

Ahora estoy escribiendo un largo para un director que no sólo acepta las subversiones y las depravaciones de mi caja de Pandora, sino que las anima y las fomenta.

Los penitentes del interior de mi cabeza están acojonados. Voy a hacerles una visita. Voy a romper a mordiscos ese precinto de "prohibido el paso". Sí... están acojonados... porque saben que van a hacer honor a su nombre... cuando les meta esos cirios por el culo.

1 comentario:

Pere Bessó dijo...

Genial, Juanjo: Cera, más cera!
Un abrazo.