Había algo lúgubre en la musicalidad del viento. Soplaba como queriendo apagar todas las velas del mundo para siempre, pero en lugar de eso se dedicaba a mecer el mar de trigo. Y cada espiga crepitaba como si un fuego invisible, incluso helado, la estuviese cocinando a fuego lento.
Los cuervos picoteaban las semillas y alzaban el vuelo sin demasiadas ganas. Luego volvían a aterrizar, volvían a picotear, volvían a revolotear otros tres metros. Algo los inquietaba. Y tal vez se debía a aquel olor eléctrico que enrarecía el ambiente, o al invisible peso de un firmamento opaco, malhumorado porque alguien le había robado las estrellas. O a la presencia de aquella silueta decadente con aires de espantapájaros marchito, clavada en pleno cruce de caminos, inclinada, casi desmoronada sobre el caballete de madera.
Era pintor. Y era también definición de desesperación, de desamparo. Era erial de pelirrojas malas hierbas cubriendo las mejillas. Era brillo de fiebre en la mirada. Era pincel de trazos inseguros escarbando en el lienzo con torpeza para encontrar la gruta del tesoro. Y allí estaba, estampando cuervos negros entre tanto amarillo, como esparciendo pasas en un arroz con curry. Arañando la pintura con una frustración que nunca encontraría consuelo. Porque el trigo de su cuadro no se movía con el viento, y eso ninguna pincelada, por enérgica que fuese, podría remediarlo. Porque acercaba la nariz al lienzo y aquello no olía a campo, ni a tormentas a punto de estallar. Solamente el aroma tan insano, tan deprimentemente de juguete de la pintura al óleo. Pintura aséptica, amarilla. Y poco más.
Mientras emborronaba el lienzo, Vincent deseó triturar todo lo que existía a su alrededor, convertirlo en papilla y robarle la esencia para fabricar pinturas de verdad. Pintar el trigo con papilla de trigo, pintar el cuervo con papilla de cuervo, embotellar el aire para pintar el aire.
Era la única manera de volcar autenticidad en el caballete. O tal vez era una simple excusa a la que Vincent se agarraba con uñas y con dientes para no enfrentarse a la verdad hostil. Sus cuadros no gustaban porque eran el fruto de un pintor mediocre, la radiografía emocional de un tarado incapaz de conectar con sus congéneres. El olor de la dichosa pintura no iba a cambiar eso.
Vincent se hirió la mano al derribar el caballete, pero no le importó. Pensaba hacer el resto del trabajo con los pies. Pisotear el condenado lienzo, descargar toda su ira, toda su frustración sobre aquel dibujo torpe de niño de seis años, reducirlo todo a polvo, a escombro, a manchas amarillas en sus suelas.
No llegó a suceder.
Cien cuervos graznando al unísono detuvieron la bota. Vincent miró a su alrededor. Se impuso la curiosidad sobre el enfado. Porque la conducta de los pájaros no era lógica. Alzaban el vuelo en todas direcciones, esparciéndose, alejándose del cruce de caminos como si hubiesen presentido la llegada del mismísimo Diablo. Luego llegó la ráfaga de viento. Ensordecedor. Huracanado. En menos de un segundo el aire estaba lleno plumas y de espigas, ambas arrancadas de cuajo, girando en vertiginoso torbellino alrededor de un eje invisible. Tras el viento vinieron los relámpagos y la explosión de luz, fugaz y cegadora, como ese restallido de magnesio asociado a las cámaras de fotos. Si Vincent no hubiese cerrado los ojos a tiempo se le abrían abrasado las retinas. Lo primero que vio cuando los volvió a abrir fue aquella cápsula metálica de dos metros de altura que zumbaba y humeaba a pocos metros del cruce de caminos.
Con el pincel todavía en la mano y los ojos abiertos como platos, el pintor holandés dio un par de pasos hacia el objeto misterioso. Un par de pasos que volvió a retroceder con un miedo instintivo cuando la puerta de la cápsula se abrió emitiendo un alarido hidráulico.
El primer pensamiento del pintor fue “estoy soñando”. Intentó vislumbrar lo que había al otro lado de esa puerta entreabierta. Esperaba encontrarse más metal, o una hilera de perchas con abrigos, o simple oscuridad.
Pero dentro de la cápsula había… lluvia.
Lluvia gris, repiqueteando con tristeza en el suelo de aquel armario extraño. Una cortina de agua que daba la sensación de existir para unir y separar dos mundos, dos abismos.
Algo empezó a moverse entre la lluvia. Vincent entrecerró los ojos y distinguió una silueta que atravesaba el agua. La silueta de un hombre. Un hombre que emergió del interior de la cápsula con las ropas mojadas, adheridas al cuerpo, con una pistola temblándole en la mano y unas humedades en los ojos que no se podían atribuir a aquella extraña lluvia.
- Hola, Vincent – saludó el desconocido con un acento estropajoso que insinuaba un par de copas de más.
- ¿De dónde demonios has salido? – quiso saber el pintor, mientras buscaba un modo de asimilar lo que le estaba sucediendo.
- Vengo del año 2038. Hemos inventado este chisme. Nos permite desandar el calendario.
Vincent intentó encontrar algún sentido a lo que acababa de escuchar. No pudo. El viajero del tiempo sollozó, la pistola volvió a titubear entre sus dedos, los cuervos volvieron a posarse en tierra firme.
- Soy músico – prosiguió el recién llegado. Vincent no supo qué contestar a eso. Ni tan siquiera supo si tenía que hacerlo -. Pero nunca he conseguido vender una canción a nadie – prosiguió el desconocido -. Soy un maldito perdedor. Al principio me daba igual. Usted ha sido siempre mi modelo a seguir, Vincent. Cada vez que mi carrera musical desembocaba en un fracaso me decía a mí mismo: “El tiempo te hará justicia. Piensa en Vincent Van Gogh. No vendió un solo cuadro en vida, y ahora es el pintor más cotizado del planeta. Sus cuadros están en los museos más prestigiosos del mundo.
Vincent dejó caer el pincel. Sintió una contracción en la garganta. Había tenido alucinaciones otras veces, pero esto era bastante más real. Esto, de alguna extraña forma, tenía peso, incluso olía.
- ¿Entiende lo que quiero decir, señor Van Gogh? – prosiguió el desconocido, rompiendo a llorar de la manera más indigna -. Llevo años buscando ese consuelo en usted. Pensando que si mi música no ha tenido éxito inmediato es porque soy un incomprendido… como usted… Un visionario… ¿¡Entiende lo que le estoy diciendo!? Usted empezó siendo mi modelo a seguir, pero acabó convirtiéndose en excusa barata.
Los ojos de Van Gogh se humedecieron, y el pinto no supo si aquello le gustaba o no.
- ¡¡Su ejemplo me esclaviza!! ¡¡Yo no quiero ser como usted, señor Van Gogh!! Necesito conocer el éxito de primera mano, y creo que no podré ponerlo todo de mi parte hasta que no me libre de usted… y de su influencia perniciosa. Por eso he viajado hasta aquí para matarle, señor Van Gogh.
El viajero del tiempo alzo la pistola. El whisky, o el vodka, o lo que demonios fuese no había conseguido amortiguar los temblores de su brazo.
- Así que si quiere decir unas últimas palabras, éste es el momento – concluyó aquel extraño.
Pintor y músico intercambiaron una mirada titubeante, incierta. Vincent Van Gogh no supo cuáles iban a ser sus últimas palabras hasta que sorprendió a sus labios secos pronunciándolas.
- ¿Mis cuadros… en un museo?
Esas cinco palabras. Brotándole del alma, teñidas de incredulidad, totalmente desnudas de autoestima. El desconocido asintió, mirándole directamente a los ojos con sus pupilas abrasadas en lágrimas. Esbozó algo que intentaba parecer una sonrisa. Luego apretó el gatillo, y el disparo llenó el trigal entero. El cañón del arma exhaló una bocanada de humo. Una bala del siglo XXI abrió una estrella de mar negra en las costillas de Vincent, y el rojo de la sangre (por fin una pintura de verdad) empezó a derramarse sobre el trigo.
- Lo siento – masculló el desconocido mientras caminaba hacia atrás, mientras volvía a introducirse en la cápsula metálica, mientras la lluvia enfriaba su pistola y camuflaba sus lágrimas.
La puerta de la cápsula se cerró. Tras eso, otro estallido eléctrico, otro huracán de trigos y de cuervos, otro silencio tétrico… y un caballete en el suelo, y un pintor que se tocaba el pecho con unas manos barnizadas de rojo, que sonreía como sólo saben hacerlo los locos, y las lunas crecientes. Que murmuraba con una felicidad escalofriante:
- Mis cuadros… en un museo…
Donosti a 5 de abril de 2009
8 comentarios:
Sí... Ya sé que Trigal con Cuervos no fue el último cuadro de Van Gogh... pero ¿a que esa pequeña licencia lo hace más hermoso? ;P
Pues como siempre... me ha encantado.
Que bien que escribes, condenao.
Un saludete
Joder, Chache! Qué rápido! Eres mi primer Feedback :D Me alegro de que te haya gustado. Quizá no sea el mejor, pero es de los que más me han costado escribir. La vida es rara...
Abrazos!
Creo que te ha costado porque hay mucho de ti en ello...
Lo peor (o lo mejor) es que nunca sabemos que puede pasar.
A mi también me ha encantado!
"El loco del pelo rojo" meets "12 monos"
¿Para cuando los relatos de Juanjo en "Weird tales"?
grandisimo relato, escribes mejor cuando no duermes :P ya que estamos a ti tambien te aconsejo leer este libro (el fantasma, de susan kay)
http://www.megaupload.com/es/?d=QR6JMA1L
Muy chulo,me ha encantado, arrastra toneladas de tristeza. En la segunda parte ponemos a Terry Gilliam diciendo como últimas palabras "Don Quijote...terminado...." XD
Me ha gustado el principio, la descripción del paisaje, estaa allí.
Publicar un comentario