martes, 24 de junio de 2014

PERDER EL TIEMPO NO ES PERDER EL TIEMPO




Cada vez se habla más de lo mucho que perdemos el tiempo procrastinando en redes sociales.

Cuando - como es mi caso - te ganas la vida escribiendo (o lo intentas) te acostumbras a que te increpen con frases como: 

"Si dedicaras a trabajar las mismas horas que inviertes en tuitear o comentar en Facebook, ya tendrías escrito un libro entero, o un largometraje."

Yo mismo bromeo con frases como ésa de vez en cuando. Lo irónico del asunto es que esa clase de reproches suelen publicarse en un tweet, o en un estado de Facebook. 

No obstante, si intento ponerme serio, os diré que:

El hecho de considerar el tiempo en redes sociales como tiempo perdido es un síntoma de nuestra sociedad enferma, y de una concepción del trabajo igual de enferma.

Como ya he comentado en entradas anteriores, creo que nos educan para que nos sintamos incómodos si intentamos considerar como "trabajo" cualquier actividad que no cumpla una de estas condiciones, o ambas:

- Pasarlo mal mientras lo realizas.

- Generar un beneficio económico.

Por mi parte, cada vez estoy más convencido de que todo funciona mejor cuando podemos permitirnos elegir labores con las que realmente disfrutamos. Los senderos por los que circula la obligación son los mismos que utiliza la pasión. Llegas al mismo sitio, pero la percepción del viaje es diferente. 

Como reza el cartel con el que he encabezado esta entrada:"El trabajo que haces mientras procrastinas es probablemente el trabajo que deberías estar haciendo durante el resto de tu vida."

Ya sea porque Adán y Eva mordieron una manzana, ya sea porque Caín mató a Abel, ya sea porque estamos genéticamente programados para sobrevivir en una jungla de la que escapamos hace siglos... somos casi incapaces de disfrutar del trabajo sin sentirnos culpables.

Estoy seguro de que nadie criticaría el tiempo que invertimos leyendo y comentando en redes sociales si el hecho de hacerlo fuese una obligación, si sufriéramos con cada línea que escribimos ahí. Existe una especie de mercado del sufrimiento cuyas acciones cotizan en la bolsa de nuestra conciencia.

Y ya que hablamos de mercados, prestemos atención al otro factor que, por inercia, le exigimos a cualquier trabajo: Generar beneficios económicos.

Si alguien nos dice que trabaja como comunity manager queda automáticamente perdonado. Esa persona es libre de navegar por Twitter y por Facebook, porque ha logrado convertir su conducta en un engranaje del sistema: Le pagan un sueldo, y sus acciones en el ciberespacio tienen, en última instancia, una finalidad mercantil. Promocionan marcas, las posicionan, les lavan la imagen: Atraen o fidelizan consumidores que a su vez, tarde o temprano, se convierten en dinero.

Así de fina es la membrana que separa un juguete de una herramienta.

Pero si tu incursión en las redes no está homologada, si no te han dado el título de comunity manager... serás un vago. Aunque aprendas cosas interesantes cada veinte minutos, aunque te estés dedicando a algo tan importante como ampliar y afianzar tu círculo social, aunque pongas todo tu esfuerzo en concienciar a otras personas sobre ciertos temas, o en hacerlas reír, o en compartir con ellas información de cualquier tipo.

Creo que es una simple cuestión de perspectiva.

Las revoluciones son muy fáciles de percibir y de estratificar cuando las contemplamos a través del prisma de la Historia. Caemos en el error de pensar que la coyuntura y la manera de pensar de una civilización entera cambian de golpe, de la noche a la mañana. En el colegio nos obligaban a elaborar aquella tira histórica con papel milimetrado. En ella sólo necesitábamos un milímetro para decidir que habíamos pasado del pensamiento medieval al renacentista, o de la Ilustración al Romanticismo.

Sin embargo, del mismo modo que un español de 1492 no era consciente de dejar de ser medieval para convertirse en renacentista, tampoco nosotros percibimos nuestra incómoda condición de eslabón perdido. Las revoluciones del pensamiento son terremotos que se desperezan con una lentitud arbórea. 

El advenimiento de la informática, de internet, la nanotecnología, la telefonía móvil, las redes sociales... son eslabones de una revolución tecnológica imparable, en espiral. La tenemos tan cerca, la vemos eclosionar tan rápido, que aún no hemos asimilado los cambios que genera en nuestra sociedad, en nuestro propio pensamiento, en nuestra manera de percibir la realidad. 

Si la aparición de la imprenta o la máquina de vapor fueron temblores de 5 en la escala de Richter, ahora mismo nos hallamos en el epicentro de un meneo de... yo qué sé... 8 ó 9 en esa misma escala.

Estamos inmersos en una crisálida gigantesca: Tan inmersos y tan cerca de ella que no podemos contemplarla en todo su esplendor, ni descifrar todos sus significados, ni vislumbrar la clase de bicho que alzará el vuelo tras esta metamorfosis.

Nos tomábamos muy en serio a McLuhan cuando decía aquello de "El medio es el mensaje", pero nos olvidamos de que, aunque McLuhan esté muerto, su teoría sigue viva... y el medio sigue mutando. 

¿Cómo podemos llamar al paradigma actual? ¿Galaxia de Gates? ¿Galaxia de Jobs?

Da igual el nombre.

Si cambia el medio, cambia el paradigma.

Cambia nuestra forma de percibir, y nuestra forma de comunicar.

He oído a productores importantes decir que desconfían de un guionista que pasa demasiado tiempo escribiendo cosas en redes sociales. Considero que ésa es una visión obsoleta, anclada en el viejo paradigma.

Hasta ahora hemos escrito obras compactas, encapsuladas, sometidas a unas líneas espacio-temporales muy rígidas, pues así es como el público de las "galaxias" anteriores las entendía y demandaba: en sus salas de teatro, en sus cines, en sus televisiones. Yo espero que esta clase de obras se sigan escribiendo y consumiendo durante muchas décadas, o incluso siglos... 

... pero no nos engañemos:

Internet está alterando la manera en que la gente consume el audiovual (en particular) y la narrativa (en general). Está alterando la manera en que percibimos el mundo. No nos damos cuenta de ello, pero probablemente nuestros cerebros se están adaptando para recibir y procesar la información de maneras inconcebibles para la clase de homínido que éramos hace un par de décadas.

Intuyo que si otros medios de comunicación eran un estrecho canal a través del cuál concentrar y proyectar el pensaje, internet es un océano donde los componentes de dicho mensaje pueden dispersarse y envolver al receptor, estimulándole desde direcciones distintas, incidiendo desde distintos ángulos.

Del mismo modo en que el comunicador de ayer necesitaba convertir su mensaje en una píldora concreta, con sus ingredientes concentrados a través de un discurso unitario, el comunicador de mañana... ¿acaso no emitirá su obra dispersándola a través de las mil alternativas que ofrece el ciberespacio? 

Si Kant o Woody Allen necesitaban adaptarse al formato del libro de ensayo o del largometraje para transmitirnos su visión del mundo, puede que los Kants y Woodys del futuro logren lo mismo a través de un discurso caleidoscópico que se esparcirá a través de tweets, mensajes de Facebook, vídeos de Youtube, entradas de blogs, conversaciones en foros... Una misma obra podrá dispersarse a lo largo de meses, años... manando de recipientes distintos, pero complementarios... o aguardando en el interior de dichos recipientes a que un público menos pasivo que el actual acuda a su encuentro. 

Del mismo modo en que el espectador de ayer unía en su cabeza los párrafos de un libro hasta percibir un todo unitario, el espectador del mañana tendrá la mente configurada para decodificar otra clase de obras: para reunir toda esa actividad diseminada por el ciberespacio-tiempo... ensamblarla... y percibirla como un todo unitario.

Nos cuesta aceptarlo, porque somos ese incómodo eslabón perdido del que hablaba un poco más arriba. Ya no somos el espectador de ayer, pero tampoco somos aún el espectador de mañana. Ni hemos dejado atrás al narrador de ayer, ni ha despertado de su crisálida el narrador de mañana.

Ya hay titubeos, por supuesto. Cada vez está más de moda la palabra transmedia, pero se suele usar para vendernos una especie de prótesis, un botiquín de remiendos para obras que no funcionan por sí solas. Pocos son los que proponen el transmedia como un modo de concebir el mensaje en sí mismo, en vez de como una oportunidad de negocio, o un complemento ortopédico.

Como eslabón perdido que soy, temo que este galimatías que acabo de escribir no se perciba como un todo unitario, así que intentaré resumir el espíritu del post: 

Disfrutemos con lo que hacemos y no nos sintamos culpables si ese disfrute no encaja en el sistema de engranajes imperante. 

Es muy posible que el sistema esté obsoleto, y que a nosotros nos estén creciendo alas.

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