No era un pueblo acostumbrado a la nieve, pero aquel día nevó. Y era hermoso contemplar cómo las calles se cubrían de blanco, cómo los coches se convertían en tartaletas de merengue. Algo así sólo ocurría cada bastantes años, y en esas ocasiones, la nieve hacía a los adultos niños, y a los niños más niños todavía.
Los padres de Telmo, sin embargo, no pudieron disfrutar de aquel fenómeno. Porque en medio de toda esa blancura, el pequeño decidió nacer. La carretera que iba al hospital no estaba acondicionada para tanta nieve, y en días como aquél era una trampa. Bastó una prisa estúpida, un acelerador mal apretado, un giro de volante inoportuno, una curva fatal, resbaladiza, una calzada barnizada en hielo.
El coche patinó en el asfalto y chocó contra una roca al borde del camino. No hubo manera de volverlo a arrancar. El frío congeló el motor y lo hizo tiritar con cada giro de llave. La nieve se amontonó bajo las ruedas, anidó en los parachoques, en los faros, en el tubo de escape.
Tardaron horas en pasar otros vehículos, y no había vestigios de civilización en menos de cinco kilómetros a la redonda. Así que la mujer dio a luz en el asiento de atrás, con una brecha en la cabeza, manchando de sangre la tapicería de cuero, ante la impotente mirada del marido.
Fue un parto a varios grados bajo cero, y cada grito de dolor venía envuelto en un jirón de vaho.
La máquina quitanieves llegó pocos minutos después del nacimiento. Lograron salvar la vida del bebé, pero el frío se llevó a la madre a llenar tumbas, sembrar lápidas, amamantar gusanos.
De ese modo, la vida de Telmo creció condicionada por la nieve. El frío anidó en su corazón desde el principio. Su padre intentó quererle, pero nunca lo logró del todo, y eso era algo que no pasaba inadvertido para el niño.
Telmo quiso comprar el cariño paterno con esfuerzo, buena conducta, buenas notas. Se esmeró en destacar, ser el primero en todo lo que significara ser buen hijo. Pero siempre se tenía que conformar con el segundo puesto.
Porque Abel. Todos los días Abel. Abel en todas partes…
Abel, el hijo del vecino, el mejor en todo. El niño que siempre conseguía puntuar más que Telmo en el examen, y hacer el regalo más apropiado cuando llegaba el día del padre, y sonreír mejor a los adultos. Cuando Abel venía a jugar a casa, el padre de Telmo preparaba bocadillos, y el bocata más grande, el que tenía más queso, siempre era para Abel. Cuando Telmo no se portaba bien del todo, su padre le retiraba la mirada y mascullaba el recurrente “podrías aprender un par de cosas de tu amigo Abel. Él sí que es un bien niño”.
Quizá el padre de Telmo no era consciente del efecto que producían esos detalles en su hijo. Tal vez incluso le pasaban inadvertidos sus propios favoritismos hacia el crío del vecino. Pero el pequeño Telmo se lo tomaba muy a pecho, y se adosaba a Abel como una sanguijuela. Le seguía a todas partes, le imitaba, siempre buscando la fórmula secreta, la receta mágica que le convertiría en el hijo predilecto. Lo que Telmo sentía hacia su amigo Abel no se podría definir en dos palabras. Un amasijo de admiración, resentimiento, envidia, ciega veneración, comparación mezquina, y un algo doloroso, incluso erótico que obsesionaba a Telmo a todas horas, tapizando de Abel su vida entera.
La siguiente vez que nevó, Telmo acababa de cumplir los ocho años.
Una vez más, el pueblo se vistió de fiesta. Los profesores concedieron el día libre a los chiquillos, animándoles a disfrutar de un espectáculo que no volverían a ver en mucho tiempo. En menos de un minuto las aulas se convirtieron en desiertos, cementerios de libretas olvidadas. Todos, sin excepción, se lanzaron al patio. Y el patio fue correr, hacer muñecos, escribir palabrotas en los coches, y sobre todo, y alrededor de todo, bolas de nieve… surcando el aire en todas direcciones con sus estelas blancas de cometa, estallando en las ventanas y en los árboles, lloviendo sobre todo lo llovible sin discriminación de raza, edad ni sexo.
Y si algún niño disfrutaba más que cualquier otro, ése era Telmo. Telmo de aquí para allá. Telmo dilapidando su aliento entre carreras, y risas, y agacharse, amontonar la nieve entre sus manos, comprimirla, y lanzar el proyectil a ciegas, y volverse a agachar, volver a amontonar, y sentir ese entumecimiento en cada dedo, esa amenaza de que el frío iba a quebrarlos como ramitas secas.
No vio la bola de Abel hasta que la tuvo encima. Esa bola dolió. Más que ninguna otra. Dolió en algún lugar que estaba más allá del cuerpo. Porque aquella bofetada helada en la mejilla fue sólo el principio. Telmo alzó la cara, y encontró una sonrisa triunfal desfigurando el rostro de Abel. Luego llegaron las carcajadas del resto de los niños, los dedos de todos, todos, todos señalando a un humillado Telmo, la nieve desprendiéndose poco a poco de su semblante anestesiado.
Probablemente aquello duró apenas diez segundos, pero el frío los congeló para que transcurriesen más despacio. Cuando la multitud le dio la espalda, Telmo ya no era dueño de sus actos. La impotencia le carcomía las entrañas, sus pensamientos hervían a fuego muy, muy rápido. Cualquiera diría que sus manos se movieron solas, ajenas a cualquier atisbo de voluntad humana cuando tantearon el suelo, cuando apartaron la superficie blanca hasta encontrar aquel pedrusco, cuando empezaron a amontonar la nieve alrededor de la dura superficie de la piedra.
Telmo se incorporó, volvió a localizar a Abel y caminó hacia él sin prestar atención a ningún otro ser de la Creación. El proyectil le pesaba en la mano, bastante más de lo que pesa la nieve por sí sola, y con un corazón mucho más duro.
- ¡Abel! – gritó la ronca, enfurecida voz de Telmo.
Y cuando el hijo predilecto se volvió, la bola ya iba rauda hacia su cara. Demasiado rauda para ser sólo nieve. Tan, tan rauda, que el aire erosionó la superficie, dejando al descubierto el filo de la piedra.
El golpe sonó distinto a las veces anteriores; más a hueso que a nieve. Telmo contempló cómo el pedrusco regresaba al suelo, y una sonrisa estúpida se le pintó en el rostro.
Una niña gritó. Dos segundos después, gritaron todos. Abel estaba pálido, inmóvil, todavía de pie, con un agujero en la sien del que manaba un surco rojo, un hilillo de sangre perezosa, lagrimeando, goteando, manchando los zapatos y la nieve.
Los ojos de Abel se clavaron en Telmo, primero interrogantes, poco después vidriosos. Cuando el niño cayó al suelo como un trozo de trapo, la sonrisa aún anidaba en el rostro de Telmo, pero era una sonrisa sin demasiado brillo, como de pétalos de clavel marchito.
El padre de Telmo obligó a su hijo a asistir al funeral. Cuando los familiares se alejaron del ataúd por un instante, arrastró al niño hacia allí, y le enseñó el cadáver.
- ¡Míralo! – le susurraba el padre -. Está así por culpa tuya.
Abel dormía sobre la superficie acolchada, vestido con un traje precioso, exageradamente maquillado.
- Has matado a tu amigo – le reprochó papá, y mientras lo decía le apretaba el brazo, cada vez con más fuerza, como queriendo romperlo en mil pedazos -. Abel está muerto, y a partir de ahora no podrás jugar con él. No volverás a verle nunca más. Mañana cerrarán la tapa de esa caja y lo enterrarán en un hoyo muy profundo, y quiero que sepas que es todo por tu culpa.
La mano de papá dolía, pero a Telmo el dolor le daba igual. Contemplaba los párpados de Abel, consciente por primera vez de que jamás se volverían abrir. Aquellos párpados y las palabras de su padre fueron una revelación para el pequeño Telmo. Le enseñaron en qué consistía aquello de la muerte, y le pareció precioso. De un día para otro, Abel había dejado de existir, y con él desaparecerían un sinfín de molestias que hacían la vida de Telmo más difícil. Se acabó lo de tener que esmerarse en parecerse a Abel. Se acabó el perseguirle a duras penas por los recodos más arduos de la vida, y se acabó la angustia, y el cargar a sus espaldas el peso abrumador de un imposible.
Allí, entre tanto luto y tanta lágrima, Telmo tuvo que recurrir a todo su autodominio para no sonreír, y admiró a Dios, admiró su poder y su infinita inteligencia, por haber sido capaz de inventar algo tan útil, tan sencillo y eficaz como la muerte.
Aquella misma tarde, Telmo notó que papá no le quería demasiado cerca y salió a pasear por los alrededores del colegio. Apoyado en la cancela de la entrada, el niño perdió su mirada en la blancura del patio. Observó cómo la nieve aterrizaba lentamente, cubriendo las manchas de sangre, borrando las pisadas del día anterior, con una discreción, con un sigilo, con una habilidad para limpiarlo todo, y convertir el mundo en un terso y gigantesco folio en blanco.
Telmo paladeó una bocanada de aire gélido, y llegó a la conclusión de que la nieve era también un gran invento. Era una pena que sucediese con tan poca frecuencia.
El mundo volvió a ponerse en marcha demasiado pronto. Al principio todos miraron a Telmo de manera rara, pero la gente olvida rápido, y en menos de dos meses volvió a ser un niño más. Incluso papá se fue olvidando poco a poco de las virtudes de Abel y empezó a tratar a Telmo con más condescendencia. Nunca llegó a quererle demasiado, pero aprendió a tratarle con algo que se parecía al cariño.
El único que no olvidó fue Telmo. Y cada vez alguien le complicaba la vida, cada vez que se le atragantaba alguna asignatura, algún maestro duro de roer, cada vez que algún vecino se acostumbraba a desvelarle poniendo la música demasiado alta, el crío se retorcía de impaciencia y musitaba una plegaria: “Que vuelva la nieve, por favor. Que vuelva la nieve y se los lleve a todos.”
A pesar de los deseos de Telmo, la nieve no volvió hasta siete años más tarde. Para entonces, el muchacho tenía quince años titubeantes, tímidos, salpicados de acné. Eran edades de asomarse al sexo opuesto y huir despavorido. El padre de Telmo seguía sin ser un padre de verdad, y el chico llegó a la adolescencia sin los conceptos claros. No fue fácil aprender a enamorarse de las chicas, ni fue sencillo asimilar que una vez lo conseguías, el sentimiento rara vez era recíproco.
Pronto descubrió Telmo, sin embargo, que había algo que daba más quebraderos de cabeza que enamorarse de alguien. Que la chica inadecuada se enamorase de ti.
Así pasó con Julia.
Julia era fea. Cualquier otra cosa sobre ella no importaba. Los criterios de los jóvenes son crueles. Sería difícil definir el momento preciso en el que Telmo se dio cuenta de que aquella muchacha le miraba de una forma especial, y le sonreía de un modo algo forzado. No obstante, llegó un punto en que las sospechas dieron paso a una escalofriante certidumbre. Telmo intentó vivir de espaldas a ello. Si Julia le dejaba una carta de amor de letras de colores en un papel de cuadros, él fingía que no la había leído. Si Telmo se convertía en blanco de cien burlas en pasillos de instituto, él fingía que no las escuchaba. Lo que fuese con tal de no mirar el problema cara a cara. Porque la idea de tener algo con Julia, siquiera un roce, le producía escalofríos. ¿Qué pensaría papá – se preguntaba Telmo – si le viese con una chica como ésa? Salir con feas era de perdedores. Y punto. Cuando papá se emborrachaba, no paraba de hablar sobre lo guapa que había sido la mamá de Telmo. Aquello establecía un listón que no podía afrontar cualquier mujer.
Durante un tiempo funcionó lo de ignorar lo obvio, y entonces llegó el día que precedió a la gran nevada. Ese día Telmo supo que Julia preparaba una maniobra kamikaze contra él. La joven se disponía a declarársele en persona. A la entrada o a la salida de las clases, nadie lo sabía muy bien, pero era la comidilla, el hazmerreír del instituto.
Ese día Telmo usó una excusa para escabullirse de clase unos minutos antes. Logró así evitar el fatídico encuentro cara a cara, y se dijo a sí mismo que si lo conseguía durante dos o tres días más, si evitaba coincidir a solas con Julia el tiempo suficiente, ella se olvidaría, y le dejaría en paz de una maldita vez.
Por eso al día siguiente no usó las calles habituales para ir al instituto, sino otras. Calles vacías, desangeladas, que daban un estúpido rodeo, pero tan necesario como estúpido. Las calles principales significaban encontrarse a Julia. La nueva ruta habría sido deprimente de no ser por la nieve… ¡la nieve! Posándose sobre las cosas con esa suavidad de beso en la frente, de caricia de hada. Embalsamando el pueblo bajo una fina lámina de hielo. Cuando Telmo abrió los ojos y vio nevar tras la ventana, supo que Dios estaba de su parte. La nieve era su amiga. Sabría guiarle y protegerle. Y ¡por todos los demonios, no había sucedido en siete años! ¡Cómo la había extrañado!
Los zapatos de Telmo patinaban por callejuelas blancas. El chico estaba eufórico. Las calles estaban desiertas, daban la impresión de estar allí solamente para acoger a Telmo, y permitir que rompiese estalactitas, y sacudiese a manotazos la nieve de los muros.
Fue entonces cuando dobló una esquina… y se topó con Julia.
Julia, que le había estado siguiendo por calles paralelas. Julia, con mirada temerosa, y temblores en la boca, y la resignación de aquél que se prepara para una colisión ineludible. Julia, que enrojeció y tragó todo el aire que cupo en sus pulmones y soltó esa retahíla de tópicos sinceros que no hay otro remedio que decir, y que si “estoy enamorada”, y “quería saber qué sientes tú por mí”, y “quedar un día para hablar, quizá ir al cine”, y todo ello mirando más al suelo que a los ojos, y luego un silencio embarazoso, un esperar de Telmo una respuesta, un acuse de recibo, un sí o un no.
Si Telmo hubiese sido más valiente, o más maduro, o lo que sea, habría zanjado todo aquello con dos o tres palabras. Dos o tres palabras que, por más que Telmo se esforzaba, se negaban a salir de su boca. El chico no estaba preparado para aquello, y finalmente reaccionó de forma visceral, lanzándose al camino fácil de cabeza. Empujó a Julia, para alejarla de él. Habría sido un acto intrascendente cualquier otra mañana, pero la nieve estaba allí para elevarlo a la categoría de poesía. Julia retrocedió trastabillando, y resbaló en el hielo. Primero llegó al suelo su carpeta, y luego ella. El golpe de la nuca en el bordillo provocó un sonido como de masticar copos de avena.
Julia quedó inmóvil en el suelo, los pelos desparramados por la acera, los ojos muy abiertos. Telmo se acercó a ella poco a poco, con más curiosidad que miedo.
- Telmo, no sé qué me pasa… No puedo moverme – balbuceaba la muchacha.
Y era verdad. La escarcha caía en sus manos y sus piernas, y Julia no movía un solo músculo. Era una estatua.
- Telmo, busca ayuda, por favor… No puedo mover los brazos… No puedo mover nada…
Pero Telmo no tenía intención de llamar a nadie. Miró a su alrededor, se cercioró de que estaban completamente a solas, de que nadie espiaba en las ventanas. Acto seguido, se agachó junto a Julia y se fijó en su cara. El miedo la hacía más fea todavía. Había que tapar ese rostro. Había que borrarlo de la faz de la tierra. Cogió un puñado de nieve y lo dejó caer sobre la boca de Julia, y los ojos de Julia, y la nariz de Julia.
- ¡Telmo! ¿Qué haces Telmo? ¡No hagas eso! – le suplicó la muchacha -. ¡Está muy frío!
El segundo puñado de nieve fue aún más abundante.
- Quítamelo de encima, Telmo… no puedo respirar…
Tras eso, un tercer puñado, y un cuarto, un quinto, un sexto. Hasta que la cabeza de la joven quedó enterrada en un montículo de nieve. Hasta que ya no pudo suplicar ni respirar ni amargarle la vida con su maldito amor de los cojones.
Telmo dejó atrás a Julia y continuó con su camino. Se sentía raro. Con algo eléctrico erizándole la piel, con una especie de nudo en el estómago. Con una sensación a ratos agradable, a ratos sórdida, de haber hecho una cosa irreversible.
Tarde o temprano alguien halló el cadáver, y el pueblo se conmocionó de arriba a abajo. Una vez más, el blanco se manchó de negro, y por extraño que pueda parecerles, a nadie se le ocurrió relacionar a Telmo con aquello. Y si alguien lo pensó, no lo expresó en voz alta.
La gente olvidó a Julia con la misma facilidad con que habían olvidado a Abel siete años antes, y la adolescencia de nuestro amigo Telmo transcurrió por derroteros más sencillos. Salió con chicas guapas. Chicas de las que papá se podía sentir bien orgulloso. Sacó buenas notas en el instituto y eligió una buena carrera universitaria. Justo la que su padre deseaba. Y la Universidad fue una sucesión de matrículas de honor y premios varios. Éxitos que hacían brillar de orgullo los ojos con que papá le contemplaba.
Terminó sus estudios con un expediente inmejorable. Le llovieron ofertas de trabajo, puertas abiertas hacia futuros muy jugosos. Pero él las rechazo, y buscó un trabajo que le permitiese regresar al pueblo. Eso contentaría a papá.
Y así fue cristalizando la vida de nuestro amigo Telmo, años tras año, hasta que un día, a punto de cumplir cuarenta, tomó consciencia de hasta qué punto había configurado su existencia para buscar la aprobación del padre. Se dio cuenta de que no había nada en su vida que realmente hubiese elegido él. Todo era lo que papá quería o, peor aún, lo que Telmo pensaba que quería papá. Su trabajo, su casa, su esposa, su posicionamiento moral ante según qué cosas, las decisiones que tomaba cada día, desde las más serias hasta las más livianas.
A partir de ese momento, intentó elegir por sí mismo en cada encrucijada, pero no supo cómo hacerlo. Papá siempre estaba ahí, desaprobando y aprobando, coaccionando a golpe de sonrisa y palmadita en la espalda. La voluntad de Telmo era demasiado débil para imponerse, y en cuarenta años de vida nunca había aprendido a ser él mismo.
Algo así sólo podía arreglarse de una forma.
La nieve…
“Que vuelva la nieve, por favor. Que vuelva la nieve…”
Pero la nieve no había vuelto a visitar el pueblo desde que vino para llevarse a Julia, y eso eran décadas. No había razones para concebir otra nevada.
Y sin embargo nevó. Dos semanas después de que Telmo empezara a desearlo. Cayó mucha, muchísima nieve. Hacía pensar que el techo del Universo era de azúcar y que por fin se nos venía encima.
El teléfono sonó, Telmo lo descolgó. Era papá. Papá, que ya estaba viejo, que no tenía la agilidad de antes, que ya no podía quitar la nieve del tejado.
- Tranquilo, papá. Tú quédate en el sillón viendo la tele. Yo me ocupo.
Telmo se ocupó. En lo alto del tejado, recogiendo con la pala aquella nieve, tan dolorosamente reluciente. Trabajando a una velocidad insana, alimentado por una impaciencia que casi parecía infantil.
Pero no tiraba la nieve hacia el jardín, no la hacía despeñarse por los aleros. No. Se dedicaba a amontonarla en una misma zona del tejado. Una zona meticulosamente escogida. Cuando aquel montón fue suficientemente alto, el peso de la nieve hizo ceder el techo. Se abrió un agujero en el tejado, un agujero que engulló todo lo que encontró a su paso.
“Hacía pensar que el techo del Universo era de azúcar y que por fin se nos venía encima.”
Cuando Telmo se asomó por el borde del agujero encontró exactamente el paisaje que esperaba. Una tele encendida a la que ya nadie hacía caso, y un sillón sepultado por escombros, por una tonelada de cemento, teja, piedra… y nieve. Mucha nieve.
Donosti,
a 18 de enero de 2009
9 comentarios:
Brrr, lo de Julia me dolió...
Me gustó, pero esperaba un final más apoteósico. Hacer más hincapié en su conexión con la nieve, que la busque de alguna forma en vez de esperarla...
No sé, un Dexter pequeñito, supongo...
Jejejeje
Sí Álvaro. Entiendo a qué te refieres. Al principio pensé en hacer algo de ese estilo, con él yendo a buscar la nieve, pero no quería sacar la historia del pueblo.
De todos modos, creo que precisamente la historia habla de pasividad, de distintas formas de dejar que elementos externos tomen las decisiones por nosotros y nos ayuden a ello. De cobardía, y no querer afrontar las cosas de manera activa.
Aunque tampoco estoy seguro. Rara vez entiendo mis propias historias :P
Un abrazo!
Un genio... un genio...
este tio es un genio
Un saludete
El relato es fantástico!
Es una historia de pasividad?... no se hasta que punto... provoca consecuencias con su deseo no? y si bien la primera es casual, al final lo utiliza para conseguir lo que quiere....
y conseguiría realmente desprenderse de esos "lazos"?
Chache: ¡Gracias por pasarte, y mil abrazos!
Caataaaaa (con voz grave, como lo diría el Duque, que sé que te encanta ;P). Yo personalmente creo que no conseguiría desprenderse de esos lazos. De hecho, creo que es un final tremendamente abierto. Quizá se habría roto el lazo, o se habría transformado en un lazo distinto si el prota hubiese matado a su padre mirándole a los ojos, sin la nieve como intermediario directo e inconsciente. De un modo u otro, nada más lejos de mi intención que animar a nadie a matar a su padre, y más con los padres tan buenos y tan majos que he tenido yo :P
Abrazos!
Quien es el duque? :p
A mi la que me ha dado pena es la tal Julia... vaya mala suerte (para que luego digan que la suerte de la fea la bonita la desea), no podría haberle dicho simplemente "contigo no bicho"?
Me ha gustado mucho, pero estoy de acuerdo con que el final flojea, pero, más que por lo que sucede, porque sucede muy deprisa: es lógico que el objetivo final de Telmo sea su padre, y me encata que todo suceda en el pueblo, pero me parece que está resuelto muy rápido(un par de párrafos sólo...).
No sé, hasta que Telmo mata a Julia (momentazo, por Dios), todo va con calma, dedicándole su tiempo, pero, de ahí al final, te embalas un poquito.
En cualquier caso, es un cuento fantástico, y me ha recordado un poquito a "Mí": "Se dio cuenta de que no había nada en su vida que realmente hubiese elegido él. Todo era lo que papá quería o, peor aún, lo que Telmo pensaba que quería papá"... estas frases las dice Maira, casi, casi de forma literal ;)
Creo que tienes razón, César. Supongo que me pudo la prisa por acabarlo y quitármelo de la mente :P Es lo que tiene ser impaciente por naturaleza...
Es cierto que tiene aspector comunes con "Mí". Al final el sustrato de fondo es muy, muy similar.
Si fuese un autor consagrado dirían que es que tengo pautas de estilo, pero va a ser que me repito a mí mismo más que el ajo ;P
Muy bueno! al final le falta espectáculo, creo que eso me lo esperaba, es casi parte de tu firma pero me ha encantado, tiene un royo "el buen hijo" muy guapo, me ha recordado a un relato que escribí yo hace unos 2 años, tiene un final que me encanta, el prota se llama Abel y tiene nieve, supongo que aparte de eso no se parecen mucho pero me lo ha recordado, he decidido colgarlo en el blog, creo que es el primer relato mio que cuelgo en alguna parte :P
Pd: +2 a ganas de ver "Mí"
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