domingo, 12 de diciembre de 2010

VIAJE A LOS CONFINES DE UNA LÁGRIMA



Urgando en los trasteros de mi disco duro he encontrado cosas que escribí hace muchísimo tiempo. Testimonios de aquellas eras paleolíticas en las que en lugar de ser "escritor", jugaba a serlo.

A veces tengo la sensación de que, aunque ahora tenga más oficio, antes tenía más potencia. Una potencia casi adolescente, ya que no existe mejor combustible que la ilusión ingenua.

Me han entrado ganas de colgar aquí uno de los tropecientos cuentos que acabo de re-descubrir en carpetas olvidadas. Lo escribí hace 11 años, y lo publico en esta entrada sin atreverme a releerlo, porque si me diese por releerlo, el estilo literario me parecería tan espantoso que acabaría por negarme a compartirlo.

Así que lo que dejo aquí (para el ¿disfrute? de los lectores más pacientes) es la obra en bruto tal y como fue concebida por el post-adolescente pardillo y principiante que hace más de una década empezaba a tomarse en serio eso de la escritura, sin saber que aún le quedaba un largo camino que recorrer (un largo camino del que tengo la sensación de no haber recorrido aún ni la milésima parte aunque, a pesar de ello, me siento ya taaan cansado...)

¡Vale! ¡Ya me callo! Aquí tenéis el cuento:

VIAJE A LOS CONFINES DE UNA LÁGRIMA


En una de las muchas ciudades que existen en el mundo vivía un hombre. Era científico. Era uno de los más grandes y prestigiosos científicos del mundo... El más grande y prestigioso, decían algunos... Sus colegas se quitaban el sombrero ante él y exclamaban: “¡Qué gran hombre de Ciencias! Si hubiesen existido otros pocos más como él a lo largo de la Historia, ya no quedarían cosas por descubrir”. Pues este científico había demostrado en sobradas ocasiones ser capaz de resolver cualquier problema, desvelar cualquier misterio, disipar cualquier duda... Si en los jardines del conocimiento aparecía cualquier rincón oscuro y ensombrecido por la ignorancia, él lo regaba con sus admirables conocimientos de Física, Química, Matemáticas, Biología, Geología, Psicología... y elaboraba bellos y complicados teoremas, leyes rotundas, hipótesis esclarecedoras y teorías tan sólidas y henchidas de verdad que le reportaban premios y condecoraciones muy apreciadas y envidiadas en los círculos del saber, y le permitían publicar sus artículos en revistas tan importantes y prestigiosas que casi nadie las leía.

En el colegio, cuando sus compañeros apenas sabían leer, él ya conocía los mecanismos que hacen funcionar a la madre Naturaleza, y conforme fue creciendo, engulló con suma avidez los contenidos de todos los libros y tratados que llegaban a sus manos, de tal modo que al sorprenderle la adolescencia, todos los poros de su piel rebosaban erudición, y los profesores de su instituto, en lugar de enseñarle, aprendían de él.

Llegó un momento en que poseía tales conocimientos que creyó estar seguro de conocerlo todo. “La vida ya no tiene secretos para mí”, pensaba... y la gente que lo rodeaba opinaba lo mismo. No había ningún fenómeno al que no pudiera dar una explicación. Sus vecinos acudían a él a menudo, para comentarle sucesos inexplicables que a otra persona le habrían puesto los pelos de punta... Mas él desenfundaba su Método Científico y diseccionaba los misterios de la vida cual si fueran ratones de laboratorio.

Gracias a la Matemática y la Estadística decidió la edad exacta a la que debía casarse y los procedimientos a seguir para alcanzar dicha meta con precisión. Elaboró un perfil físico y psicológico de la mujer que, según sus experimentos y cavilaciones, le convenía. Luego llevó a cabo minuciosas investigaciones a fin de saber en qué lugares y contextos eran más altas las probabilidades de encontrar una mujer que respondiera a todos los factores requeridos. Y la encontró...

Se casó con ella en la fecha prevista y a la hora adecuada, y tras unas semanas de convivencia matrimonial que él tenía anotadas en su cuaderno de seguimiento como “tiempo de prueba”, llegó a la conclusión de que el éxito le había sonreído en su experimento, pues se notaba feliz y todas las circunstancias parecían indicar que quería a su mujer.

A continuación, y a través de procedimientos similares, decidió qué número de hijos debían de tener, en qué fechas y de qué sexos (pues este señor sabía también cómo controlar el sexo de los niños). Su mujer le obedecía siempre en estas cosas, pues le amaba... y así tuvieron dos hijos y una hija nacidos con uno y tres años de diferencia, respectivamente.

Así pues, cinco años después de su matrimonio pudo anotar en su cuaderno de observaciones que quería desmesuradamente a sus hijos y dibujó complicadas gráficas que mostraban cómo iba creciendo la placidez de su vida y la satisfacción emocional que le reportaban los suyos.

Educó a sus hijos con la rectitud de un manual de psicología aplicada, pues sabía muy bien los pasos que tenía que seguir para convertirlos en personas de provecho, con las dosis de felicidad necesarias. Utilizó siempre sus conocimientos químicos y biológicos para alimentarse de la forma correcta y conseguir que su familia gozase de una salud perfecta...

Su vida, en definitiva, resultaba ser algo similar a un experimento gigantesco, y a la vez que esclarecía las lagunas del Saber humano y limaba las imperfecciones de las Ciencias, fabricaba desde su laboratorio su propia felicidad, sin permitir que ningún factor de su vida escapase a su control y desembocase en problemas, infelicidades, desequilibrios, desajustes... y todos sus vecinos y amigos, toda esa gente que lo envidiaba y lo veneraba a la vez, era testigo de que, ciertamente, lo estaba consiguiendo.

Pero un día, cuando los años habían empezado ya a teñir sus sienes con la plata de la madurez, su mujer y sus hijos partieron de viaje para visitar a unos parientes, y se subieron en un avión que no volvió a aterrizar.

Entonces el experimento fracasó y nuestro hombre se quedó solo y abatido. Empezó a notar que los engranajes de la maquinaria de su felicidad ya no encajaban. La ausencia perpetua de sus familiares era algo para lo que no estaba preparado. Empezó a sentir una angustia inexplicable que le rondaba cada día y cada noche, cada hora, cada minuto, cada segundo... El tiempo se hizo más largo e insoportable de lo que objetivamente mostraban sus precisos relojes de laboratorio. Cuando dormía tenía horribles pesadillas que en vano trataba de interpretar con sus nociones de psicología freudiana... Rompió su cuaderno de observaciones, dejó de comer a las horas previstas para ello, descuidó su aseo personal y, a pesar de saber que era conveniente dedicar un treintaisiete por ciento de su tiempo a la vida social, no quiso ver a nadie. Se paseaba por el salón destrozado de su casa, sumido en su tormento, con la camisa sucia y la frente sudorosa... y a veces se sorprendía a sí mismo llorando amargamente en un sofá, pronunciando el nombre de su esposa y recordando la sonrisa de sus hijos.

Estuvo así muchos días. Los precisos relojes de la casa los marcaron uno por uno, pero él no se dio cuenta. Finalmente, los vestigios de su cuerda actitud científica se impusieron sobre su pesar, y nuestro hombre decidió autoexaminarse con la debida pulcritud hasta establecer las verdaderas causas de su mal y hallar algún remedio. Tenía la esperanza de estar atravesando un malestar pasajero. Él había controlado su Destino desde que tenía uso de memoria, y no estaba dispuesto a darse por vencido en aquel momento.

Volvió a acudir a sus libros, diseñó diagramas, enumeró hipótesis... mas no logró explicar NADA. Su angustia no se dejaba retratar, su infelicidad no se despegaba de él, sus pesadillas no se dejaban entender... y justo cuando pensaba en rendirse y hundirse en la más oscura de las depresiones, su vena científica resurgió con la máxima fuerza y una brillante idea resonó en los interiores de su cerebro.

Recogió una de las muchas lágrimas que derramaba cada día y se dispuso a analizarla en el microscopio, esperando encontrar en ella el secreto de su sufrimiento. “Tal vez aviste alguna hormona, o alguna substancia extraña...”, pensó. “Algo que me proporcione una pista para seguir buscando...”

Y el más grande y prestigioso de todos los científicos depositó su lágrima en la bandeja de cristal del microscopio y empezó a observarla con detenimiento. Aumentó el tamaño de la gota todo lo que las lentes le permitían, pero no encontró lo que buscaba. “Agua... Sólo agua... agua salada...”. No pudo ver en la lágrima nada inusual, nada capaz de explicar su tormento... “¡Pero algo ha de haber!”, gritaba el científico, y resolvió quedarse allí, con el ojo pegado al microscopio, sin apartar la vista de aquella maldita lágrima... hasta que no encontrase algo. Así estuvo toda la tarde, y cuando llegó la noche seguía en su laboratorio, semejante a una estatua, sin comer, sin beber, sin moverse de allí... sin apartarse del microscopio y de su lágrima... pero seguía sin encontrar nada. Empezaba a nublársele la vista, se sentía tremendamente mareado... pero no retiraba el ojo de la lente. No sólo era el más grande y prestigioso de todos los científicos. También era uno de los más tenaces...

Y sucedió que tras una tarde entera y un poquito de noche, nuestro científico se sintió al borde del desmayo, y entonces tuvo la sensación de que su cuerpo se escurría por el visor del microscopio como el agua suele hacerlo por el cuello de una botella... experimentó un vertiginoso descenso que le hizo cosquillas en el estómago, y vio que la lágrima se acercaba y se acercaba, como si él se estuviera precipitando hacia ella. El descenso se hizo más y más rápido, hasta que el científico no supo si subía o bajaba, ni hacia dónde lo hacía, ni dónde estaban sus pies y dónde su cabeza... Luego atravesó lo que parecía una gruesa muralla hecha de agua de mar, y esa agua estaba tan fría que sintió que se le congelaban el corazón y los pulmones, y que todo su cuerpo empezaba a dormir un sueño imperturbable, mecido por unos brazos de hielo, mientras seguía cayendo. Y caía, caía... y así siguió cayendo hasta que, finalmente, dejó de caer.

Entonces abrió los ojos y... ¡Oh, lo que vio! Sobre su cabeza no estaba el techo de su laboratorio, y tampoco estaban a su alrededor sus tubos de ensayo y sus relojes científicos. Se encontraba dentro de una gigantesca burbuja semiesférica que lo envolvía como una cúpula, y no tardó en darse cuenta de que aquel lugar tan grande era... ¡Su propia lágrima!

¿Cómo podría ser posible aquello? ¡Había viajado al interior de su propia lágrima! Pero... ¿Cómo? Empezó a mirar atónito el paisaje que lo envolvía. Su lágrima era más abrupta y montañosa de lo que jamás hubiese pensado (porque hay cosas que ni siquiera los más grandes y prestigiosos científicos piensan jamás). Ante él se extendía un paisaje de montañas azules y colinas del mismo color, con senderos sinuosos que ascendían por ellas o bajaban por valles. Aquí y allá sobresalían riscos con las formas más curiosas. El lugar entero parecía un lapislázuli esculpido al azar por una mano infantil y caprichosa, y estaba bañado por una tenue luz que se filtrada por las paredes de agua salada de la burbuja y pintaba los azulados relieves con los reflejos del agua.

Impresionado y con los ojos muy abiertos, nuestro amigo comenzó a recorrer el sitio. “Mis colegas del círculo científico se resistirán a creer esto”, pensaba mientras admiraba las caprichosas formas. Algunas parecían árboles de zafiro, otras eran similares a martillos que amenazaban con desmoronarse... Y por todas partes volaban burbujas verdosas y transparentes cual si fueran pájaros.

Caminaba con rapidez, pues sentía frío, mucho frío... y al poco tiempo pudo divisar a lo lejos, en una pequeña colina, algo que brillaba. Decidió acercarse a aquel lugar y cuando hubo andado un cierto rato, se dio cuenta de que aquello que brillaba en la colina era un enorme y lujoso palacio de cristal. Un palacio de cristal, con sus torreones, con sus ventanas, con sus preciosas cúpulas... ¿Qué hacía un palacio de cristal en la lágrima? Resuelto a averiguarlo, continuó su camino hasta aquella colina, y una vez allí advirtió que ésta se encontraba en el centro de la lágrima, circundada por el azul paisaje montañoso, que se desplegaba hasta los confines de la burbuja en todas las direcciones.

Atravesó un suntuoso jardín hecho enteramente de cristal. Con árboles de cristal, flores de cristal, arena de cristal... y llegó a la puerta principal del palacio. Los palacios de cristal tienen una cosa curiosa: Desde fuera se pueden ver todas sus estancias. Sucedió así que, en pie frente al enorme portal, el científico vio la sala central del palacio. En ella, sobre un altar que parecía tallado en cristal de bohemia, hallábase un cofre fabricado con perlas y diamantes.

Empeñado en acercarse al cofre, nuestro hombre atravesó el umbral de la puerta principal y se dirigió hacia el salón central dejando atrás habitaciones transparentes y pasillos cristalinos. Los rayos de luz se estrellaban en las paredes de vidrio y se transformaban en preciosos arcoiris. Después de abrir muchas puertas y doblar muchas esquinas, llegó al fin a la sala del cofre, y en ella le esperaba una mujer hermosísima que parecía hecha de vapor resplandeciente, como cristal en estado gaseoso. “Bienvenido a mi palacio”, dijo la femenina silueta, y nuestro hombre quedó paralizado por el asombro, pues ¡Esa mujer tenía la dulce voz de su difunta esposa!

- ¿Quién eres? – preguntó el hombre, con curiosidad y miedo.

- Formo parte de tu lágrima – dijo la gaseosa dama – todo lo que ves aquí ha salido de tu interior. Tú nos has derramado con tu llanto.

- Pero... ¿Cómo es posible? – se preguntó a sí mismo el más grande y prestigioso de los científicos - ¿Y qué hace este palacio en mi lágrima?

- En cada lágrima existe algo parecido – respondió la mujer – todas tienen un palacio de cristal, o un castillo, o una pequeña casita...

- Pero... ¿Por qué?

- En este palacio está guardado y protegido el corazón de la lágrima – dijo ella con la dulce voz de la esposa perdida, señalando con su mano de éter el misterioso cofre de la sala.

- ¿Eso es el corazón de la lágrima? – preguntó él, mirando al cofre - ¿Qué quiere decir eso?

- El corazón de una lágrima es su parte más importante. Es lo que da vida a la lágrima, lo que hace que la lágrima sea lo que es. No todas las lágrimas son iguales... Hay lágrimas de tristeza y lágrimas de alegría, lágrimas de desesperación y de melancolía... y también hay lágrimas vacías, que no tienen nada que expresar, que simplemente se escapan de nuestros ojos en un descuido del alma... Todo eso está encerrado en el corazón de la lágrima. Cada lágrima es un mundo diferente, distinta a las demás... No existen dos lágrimas iguales, ni dos corazones iguales. Dentro de cada lágrima hay algo distinto, porque en ellas están encerradas las almas de los sentimientos que las provocan, y los sentimientos son como el mar y los ríos, que siempre están en movimiento y nunca son iguales en un instante y en otro.

- Entonces necesito abrir ese cofre y ver lo que hay dentro – dijo el científico.

- Nada puede impedírtelo – dijo la mujer – pero te aconsejo que no lo hagas. Puede ser muy peligroso acceder al corazón de una lágrima.

Pero él no hizo ningún caso a aquel consejo. Tenía ante sí el secreto que buscaba, y pensó que no le quedaba ya nada por perder... Así que subió al altar por unas escaleritas de cristal, respiró profundamente y abrió la tapa del cofre con decisión.

Como un leve susurro que crece poco a poco, empezó a salir del cofre un agradable sonido que recordaba a la melodiosa carcajada de un niño. Era una risa limpia y pura, como el agua de un manantial virgen. Una sonrisa se perfiló en el rostro de nuestro hombre... Y la carcajada comenzó a crecer, haciéndose cada vez más audible... y conforme crecía se iba transformando en un llanto amargo y triste, en el gemido de un ser atormentado... Ese llanto le llenó de angustia y le erizó los pelos... Era un llanto que rogaba piedad sin esperar encontrarla... y crecía más y más, llegando a cada rincón, retumbando en las paredes de la sala... Luego ese llanto de tristeza y desesperación se convirtió poco a poco en un sufrimiento más agudo, en un llanto más doloroso... y el llanto de dolor acabó explotando en un grito... Un grito nunca oído... un grito que ni la más despiadada de las torturas sería capaz de arrancar de un corazón humano... un grito que resquebrajó las paredes del palacio de cristal... Nuestro hombre también gritó... gritó como nunca lo había hecho... pero nadie lo oyó... pues no había nadie para oírlo... y lo cierto es que no se oyó ni él mismo, pues su mísero grito fue sepultado por los ruidos de un millón de cristales rompiéndose sin pausa, una catarata de cristales rotos en sus oídos... También salió del cofre frío. ¡Mucho frío! Un aliento de hielo... Todo ello se confundió en un concierto macabro. Gritos, llantos, quejidos, gemidos, alaridos, aullidos de dolor, cristales que estallan y se quiebran en mil pedazos, vientos roncos y helados, voces suplicantes, corazones que se desgarran por latir demasiado fuerte, niños que chillan en la oscuridad hasta destrozarse la garganta. ¡¡Nooooo!! Rostros débiles y demacrados con expresiones de sufrimiento perpetuo, ojos que piden ayuda, manos lívidas intentando agarrar algo que las salve de una caída eterna. ¡¡Noooooooo!! Un torbellino de horror desfilaba ante sus ojos y castigaba sus oídos. Visiones y ruidos salían de aquel cofre como el Mal de la caja de Pandora. Nuestro hombre, desencajado por el dolor y descompuesto por el miedo, se esforzó por superar su espanto y dirigió su mirada al interior del cofre. El fondo del cofre era un espejo. Sólo Dios sabe lo que el científico vio en él, mas debió ser algo verdaderamente terrible, pues su rostro adquirió una palidez espectral y sus pies dejaron de sostenerlo por un momento, haciéndole caer y rodar por las escaleras del altar. Lleno de terror, se levantó y empezó a correr hacia la salida del palacio, desandando todos los pasillos, cruzando las puertas todo lo rápido que sus pies le permitían... y mientras huía, escuchaba cómo le perseguían los gritos, los llantos, los lamentos... y cómo a sus espaldas terminaban de romperse las paredes y los techos de cristal.

Cuando finalmente salió del palacio por la puerta principal, se despertó en la silla de su laboratorio, inundado de sudor y con el corazón latiendo desenfrenadamente. Frente a él, en su mesa de trabajo, estaba el microscopio, con aquella maldita lágrima depositada en la bandeja de cristal como una inofensiva gota de agua. Con un movimiento brusco, un impulso instintivo... tiró el microscopio al suelo de un manotazo, para alejar la lágrima de sí. El terror se resistía a abandonarle. Todavía podía ver, escuchar, saborear, sentir... todos aquellos espantos. ¡Maldita lágrima! ¡Maldito corazón de la lágrima!

Miró de nuevo la pequeña gota, posada en el suelo, junto al microscopio... Un escalofrío recorrió su cuerpo... y entonces decidió que ninguna lágrima ¡ninguna! debería tener corazón. “El mundo sería mucho más feliz si las lágrimas no fuesen más que agua. Agua salada...”. Una idea empezaba a definirse en su cabeza. “Si las lágrimas sólo fuesen agua... un simple mecanismo de protección del ojo contra cuerpecillos extraños... sin corazón... sin vida... sin horror...”. Y la idea terminó de formarse. Decidió emprender una cruzada científica contra las lágrimas. Pretendía encontrar la manera de matarlas, de dejarlas sin corazón... Y el mundo volvería a ser feliz, como sin duda lo fue algún día lejano, antes de que las lágrimas cobrasen vida.

Y tras estos pensamientos, con la voluntariosa decisión del que tiene una misión que cumplir, el científico volvió a sus libros y a sus tubos de ensayo, y se puso a investigar... otra vez...

Consiguió lágrimas de niños y de adultos, de ancianos y de animales... y las sometió a toda clase de pruebas, intentando matarlas. Así trabajó incesantemente durante muchos días, sin apenas comer, y sin apenas dormir. Cuando se quedaba dormido encima de la mesa tenía pesadillas que le impulsaban a seguir. Y seguía...

Obtuvo unos resultados bastante aceptables recitando tratados de lógica ante las lágrimas. Luego recitó tratados de gramática clásica y manuales de redacción periodística... y las lágrimas empezaban a apagarse, como si perdieran su vida. Nuestro hombre fue anotando esas reacciones en su cuaderno. También probó con libros de derecho civil y con “Las Claves Sociológicas del Comportamiento Humano”, de Thomas Young... Las lágrimas se debilitaban cuando escuchaban cosas como ésas... Él lo anotaba en su cuaderno...

Cuando tuvo suficientes datos, relacionó todos los resultados de sus experimentos mediante fórmulas matemáticas y obtuvo una ecuación que, según la lógica, era capaz de destruir a las lágrimas y convertirlas en agua, pero... ¿Cómo?

Se pasó una noche entera estudiando la ecuación, y se dio cuenta de que podía sacar de ella un conjunto de notas musicales, y esas notas musicales formaban una melodía... Y esa melodía mataría a las lágrimas, estaba seguro... Porque aquella melodía tenía un poco de lógica aplicada, y un poco de derecho civil, y algo de gramática...

Escribió una partitura con la desquiciada caligrafía de un ansioso, y a la mañana siguiente colocó cien lágrimas en la mesa de su laboratorio. Una de ellas era suya. Se sentó ante ellas con un violín y con la partitura... y empezó a tocar aquella melodía... Era una melodía monótona, muerta... y en cuanto la hizo sonar notó cómo las lágrimas se empezaban a morir. Todas menos una... Menos la suya... porque sus lágrimas habían nacido de su alma y conocían el secreto... Sus lágrimas estaban inmunizadas. Todas las demás lágrimas se quedaban sin corazón, y se convertían en simple agua. Pero la suya no... Su lágrima seguía allí, viva, brillante, desafiándole...

No obstante, tuvo que reconocer que el experimento había sido un éxito, y no pudo reprimir un “¡Eureka!” y un salto de satisfacción. Luego se dio cuenta de lo que todo aquello significaba. Si entregaba al mundo lo que había descubierto se convertiría en un penitente solitario, en una sombra en medio del arcoiris... Estaría condenado a llorar solo, a vivir con sus lágrimas en medio de la alegría de los demás hombres, sin nadie capaz de comprender su dolor, salvo él mismo... Se desplomó de rodillas sobre el suelo. Sus lágrimas inmortales le inundaron los ojos y quemaron sus mejillas... Entonces pensó en su mujer, y en sus hijos... Entonces recordó el palacio de cristal, y el cofre de perlas y diamantes... Entonces desfiló por su mente todo lo que había dentro de ese cofre... Y comprendió que tenía que librar al mundo de todo aquello, aunque él tuviese que pagar por ello el más alto de los precios, aunque el fruto de su regalo al mundo fuese la soledad, la incomprensión, el dolor...

“Habéis destrozado mi corazón”, dijo el científico. “Ahora yo destrozaré los vuestros. Juro que cuando termine de hacer lo que estoy haciendo no volverá a nacer ninguna de vosotras con corazón... Salvo las mías...”, dijo con un suspiro. “Salvo las mías...”

Y se volvió a poner manos a la obra. ¿Cómo conseguiría hacer llegar su bendita melodía a todo el mundo? No podía entregar la melodía a los demás mortales y desvelar su secreto. Entonces no funcionaría, las lágrimas de todos se inmunizarían... Estuvo pensando durante cinco días, caminando de un lado a otro dentro de su laboratorio, y finalmente le vino a la mente una gran idea. “Será complicado”, pensó “pero funcionará”.

Ese día salió por primera vez a la calle en mucho tiempo y compró grandes cantidades de distintos metales y materiales extraños. Se encerró con todo ello en su vivienda y fabricó engranajes y curiosas piezas que previamente había diseñado con gran precisión. Una vez hubo fabricado todas las piezas, las metió en veinte sacos y subió con ellas a la cima de la montaña más alta del mundo. Allí las ensambló todas y construyó con ellas una enorme caja de música. Una caja de música preparada para hacer sonar la melodía que asesinaba las lágrimas y hacerla llegar hasta cualquier lugar del mundo como un murmullo imperceptible, pero constante... La caja estaba diseñada para hacer girar sus engranajes casi eternamente, durante más tiempo del que pudiese durar el hombre sobre la Tierra... y nuestro amigo se ocupó también de que, una vez encendida, no hubiese forma de detenerla. De esta forma quería asegurarse de que en un futuro (tal vez cuando él ya no existiese en el planeta), si algún importuno descubría la caja de música no la apagase sin querer, haciendo retornar a las lágrimas con el silencio.

Y nuestro hombre encendió su artefacto. La música empezó a surgir con un leve tintineo y los vientos la repartieron por todos los rincones del mundo. Se quedó un momento contemplando su invento... su maravilloso invento... y luego dio media vuelta y descendió la montaña más alta del mundo para observar los resultados de su trabajo.

Sabía que nadie le aclamaría. Sabía que la gente se lo cruzaría por la calle y ni siquiera podría sospechar que él era el causante de su alegría, pero él sabía que había hecho lo correcto y con eso le bastaba... Sabía que a partir de ahora todas las risas de todos los hombres y mujeres llevarían dentro algo suyo. Ésa era la forma en que mejor le podían agradecer lo que había hecho por ellos: Riéndose, siendo felices...

Todo esto estaba pensando nuestro hombre cuando llegó a la ciudad más cercana... Y entonces, por primera vez desde que encendió su caja de música, vio gente... Y un sentimiento de decepción se apoderó de él... Porque aquella gente no estaba triste, pero tampoco estaba alegre... En realidad sería más correcto decir que aquella gente no estaba. Miraba a través de sus ojos y no podía ver nada más allá de ellos, como si estuvieran vacíos... como si sus cuerpos fuesen cántaros huecos, como si sus almas se hubiesen transformado en rescoldos apagados.

Caminó por aquella ciudad y se sintió más horrorizado que cuando abrió el corazón de su lágrima. Veía a las personas pasar a su lado, pero no le parecían personas. Hablaban, se movían... pero no expresaban nada. No sentían nada... Sus palabras nacían muertas... y nadie cantaba, nadie silbaba, nadie reía, nadie sonreía... Un coche atropelló a un niño cerca de él. El niño murió sin quejarse. La madre tampoco se quejó. Simplemente miró los despojos de su hijo y luego al conductor del coche, con indiferencia... “Lo siento muchísimo”, dijo el conductor con un acento inexpresivo, como quien vomita una lección aprendida de memoria, y siguió conduciendo hasta el próximo semáforo, donde se detuvo a esperar pacientemente que la luz pasara a verde.

Nuestro hombre corrió cegado por la locura. ¡Qué había hecho! ¡Qué insensatez había cometido! Se chocó con el cristal de una guardería. Dentro pudo ver a los niños. No jugaban, no dibujaban, no se divertían... Simplemente estaban allí. Se limitaban a existir. Un niño alzó la cabeza y le miró a los ojos... y la mirada de ese niño era más inexpresiva que la de un cadáver. Sus ojos eran dos tumbas, dos antorchas apagadas...

Y nuestro científico siguió huyendo. Abandonó la ciudad y llegó de nuevo, casi sin darse cuenta, a la montaña que acababa de bajar... y primero un paso, después otro, volvió a subirla con esfuerzo hasta llegar otra vez a la cima. Allí estaba esperándole su monstruo de metal, haciendo sonar la melodía. La música de su invento parecía hablarle a él, diciéndole: “Tú me has dado una vida, pero no me has fabricado una muerte”. Y el científico se arrepintió de no haber colocado en aquel maldito aparato un botón o una palanca que lo detuviese.

Se acercó a la caja y subió hasta la parte de arriba de la misma apoyándose en una roca. Abrió la tapa y vio los diabólicos engranajes girando, retorciéndose... exprimiendo al silencio las notas musicales, una tras otra... Y entonces supo lo que tenía que hacer. Se colocó en pie, en el borde de la caja, murmuró para sus adentros el nombre de su esposa, recordó su dulce voz y sus dulces ojos... Y se arrojó dentro de la caja de música, entre los engranajes.

Los engranajes comenzaron a frenar, triturando sus huesos, hasta que se atascaron. La melodía dejó de sonar. Nuestro hombre, moribundo, pudo oír el sonido del viento y el canto de los pájaros... y supo que había devuelto al mundo lo que le había quitado. Murió derramando una lágrima de alegría, y mientras moría pensó: “¡Quién pudiera acceder al corazón de esta lágrima!”

fin

1999



4 comentarios:

Cata dijo...

Seguramente si lo lees tu le ves mil y una pega... a mi me ha encantado, la historia es preciosísima... evidentemente tu estilo es mucho mas pulido ahora, pero el cuento me encanta (y el título muchísimo)

besazo gordo

César del Álamo dijo...

Iba a decir que lo leí en su momento, pero ¿puede ser que lo que leyera fuera un guión basado en él?

Bego dijo...

Tu cuento ha amenizado un trayecto de ida y vuelta en metro... Me ha gustado mucho!! Que gran idea la del corazón de las lágrimas, sí señor!!!!

Juanjo Ramírez dijo...

Cata: Graciaaaas!!! Sí que creo que el estilo es más pulido ahora, pero habrá un centenar que piensen lo contrario, y no tengo argumentos para disuadirles ;P ( ¡gracias por leértelo entero!)

César: Sí. Creo que tú leíste la versión de guión para animación. De hecho, fuiste mi único feedback en aquello (así que gracias por habértelo leído!)

Bego: Con un simple comentario me has convertido el metro en algo hermoso :) Los corazones de las lágrimas no son idea mía! Existen de verdad! :D