sábado, 25 de octubre de 2008

UN PLANTEAMIENTO ESCÚPIDO

Todo empezó con un científico.

Es peligroso ser científico. Peligroso para ti, y para el resto del mundo. Porque empiezas a investigar, y el microscopio te susurra cosas, y en el fondo da igual si son verdad o mentira, el simple hecho de ser cosas jode el mundo, porque el microscopio las amplía, las convierte en Godzilla, les da poder para arrasar ciudades, matar sueños, eclipsar lunas, pisotear los corazones de la gente.

Pero el científico no es el protagonista de esta historia. Lo único que os interesa saber sobre él, es que cierto día se asomó al microscopio, y tuvo la osadía de advertir que el Amor se reducía a un hatajo de procesos químicos, que el sentimiento más noble de los seres humanos era un pastiche de inexplicable y vil materia y, como todo lo material, está avocado a no durar eternamente.

“El amor dura tres años”.

Esa fue la conclusión de nuestro cruel científico, y así la publicaron los periódicos, y así la leyó Martín en el vagón de metro que lo llevaba hacia el trabajo. Lo irónico del asunto fue que un artículo como aquel, confeccionado para asesinar al Amor, engendró amor en un terreno tan inhóspito como aquel vagón. Porque al lado de Martín estaba Rosa, haciendo lo que se suele hacer en los viajes de metro: Leer por encima del hombro del viajero de al lado.

De ese modo, “el amor dura tres años” se convirtió en excusa para iniciar una conversación entre desconocidos. Tres paradas más tarde, Martín sabía que le gustaba Rosa, y Rosa tenía ganas de saber si le gustaba Martín. Terminaron cambiando el vagón por una cafetería. Tres días después, cambiaron la cafetería por un cine, y tres horas más tarde, cambiaron el cine por la cama.

Fue todo tan sencillo, que no tardó en convertirse en algo serio.

Pero sobre aquella relación gravitaba la frase con la que había comenzado todo… “El amor dura tres años”. Algo que Martín y Rosa fueron incapaces de ignorar.

Ninguno de los dos quería descubrir demasiado tarde que la relación se tambaleaba como un muerto viviente, y suplicaba con su aliento podrido un disparo en la sesera. Así que llegaron a un acuerdo, una eutanasia, un parche antes de que saliera el grano.

Tres años, ni un día, ni un minuto más.

Cuando llevaran juntos tres años, cortarían, y cada uno se marcharía por donde había venido. Independientemente de lo bien que estuviesen (o prometiesen estar) las cosas entre ellos.

No sé cuál de los dos propuso esa locura, pero al otro le pareció bien, y ambos programaron la alarma de sus móviles, para hacerla sonar un día concreto: el día del tercer aniversario.

Y hay que decir que aquella cuenta atrás convirtió la relación en algo mágico. La certeza de la caducidad hacía cada segundo más intenso. Cada vez que Martín y Rosa se miraban, cada vez que comían, cada vez que se recorrían el uno al otro entre las sábanas, lo hacían con la pasión y con la entrega de quienes saben que nada dura eternamente.

Incluso en los momentos más difíciles, aquella finitud era un alivio. Cada vez que llegaba una pelea inevitable, Martín se reconfortaba diciéndose a sí mismo, “ya quedan menos de dos años, ten paciencia”. Cada vez que Rosa soñaba con hacer otras cosas, con probar otras vidas, se consolaba recordando que su situación actual era finita, que cierto día sonaría una alarma, y el mundo comenzaría de nuevo, virgen y reluciente, envuelto para regalo, y desenvuelto para estrenar.

Esa clase de pensamientos, contrariamente a lo que puedan opinar algunos, les unían mucho, muchísimo más que el rancio sabor de un “para siempre”.

Y cierto día, con precisión científica, indolente, dos alarmas sonaron al unísono.

El final de la cuenta atrás les sorprendió en su mejor momento o, como mínimo, en un momento tan bueno como cualquier otro. A Martín no le apetecía dejar la relación. A Rosa tampoco. Pero una promesa es una promesa, y los dos coincidieron en que era mejor despedirse en esas circunstancias, con buen sabor de boca, con recuerdos más luminosos que sombríos.

Se dijeron adiós con una cena, en uno de esos restaurantes que significan mucho para ambos por razones que nadie más entendería. Rosa pidió un hojaldre relleno de no sé qué. Martín pidió unos canelones rellenos de paté. Terminaron de cenar, y llegó la hora de pagar la cuenta.

“Te voy a echar de menos”, dijo ella. “No sé qué haré sin ti”, confesó él. Y decidieron hacer trampa. Porque… si dejaban pasar un tiempo, y después de ese tiempo volvían a estar juntos, ¿no era eso como poner el contador a cero?

Volvieron a programar las alarmas de sus móviles, para que sonasen cierto día de cierto mes, cuando (una vez más) hubiesen transcurrido tres años exactos. Si después de esos tres años los dos estaban sin pareja, volverían a verse.

Mientras tanto, se dijeron adiós.

Durante los primeros meses se mantuvieron fieles al recuerdo del otro, que era algo así como ser fieles a sí mismos. Más temprano que tarde, sin embargo, Rosa conoció a un tipo agradable, buena gente, que se ganaba la vida conduciendo la grúa que se llevaba los coches que aparcaban mal. Más tarde que temprano, Martín también encontró el amor, o algo que se le parecía demasiado, y empezó a salir con una chica risueña, más guapa que fea, acuario ascendente no sé qué.

Los dos fueron felices (o algo parecido) en sus nuevos noviazgos, pero ninguno de los dos se acordó de desconectar la alarma de su móvil, porque ninguno de los dos quiso acordarse.

Y aunque Martín sabía que volver con Rosa ya no era viable… y aunque Rosa sabía que Martín ya no tenía hueco en su vida… a veces Martín pensaba en Rosa, y Rosa se acordaba de Martín, Martín se preguntaba qué tal y cómo y dónde estaría Rosa, Rosa se masturbaba invocando la imagen de Martín, sin saber que en ese preciso instante Martín hacía lo mismo.

Cada vez que Martín salía a comer con su novia, pedía canelones rellenos de paté, porque el sabor le recordaba a Rosa. Porque esa clase de detalles eran lo único que se podía permitir. Una ración homeopática de Rosa. Pasar de ahí equivalía a complicar su vida, y era una vida que funcionaba bien.

Cierto día, la sobredosis de canelón de paté en las venas de Martín pasó factura. Salió por la boca de metro, y sintió un insistente dolor en el brazo izquierdo, tras ese dolor, llegó el infarto.

La ambulancia corrió hacia el hospital como si el diablo le pisara los talones, pero no pudo llegar a tiempo para salvar a Martín, porque atropelló a una mujer por el camino. Esa mujer era Rosa que, sin saber por qué, decidió (algo impropio de ella) cruzar la calle mirando sólo hacia el lado izquierdo.

Ese mismo día, dos alarmas de móvil sonaron al unísono, pero sus dueños no las pudieron oír. Estaban muertos.

Donosti,
a 25 de octubre de 2008

12 comentarios:

Anónimo dijo...

Snif... que historia mas triste. Es cierto eso que dicen de que esa maravillosa sensación de enamoramiento desaparece a los tres años, pero tambien es cierto que si al pasar esos tres años la pareja va bien, es el momento de dar una serie de pasos que renueven la ilusión. Entonces te compras una casita, y esa ilusión vuelve a aparecer. Y entonces todo es magia. Pintas las paredes a tu gusto, compras unos muebles que den un aspecto acojedor... entonces se va acercando la ilusión de irse a vivir juntos. Y los primeros dias, meses, e incluso años son magicos. Entonces hay otras cosas que pueden seguir haciendo evolucionar una relación. Casarse quizas. Al tiempo piensas en tener un hijo, o dos... y asi, entre idas y venidas van pasando los años. Si te paras a pensar friamente, en la vida de una pareja hay montones de momentos apasionantes, que pueden llegar a ser incluso mejores que esos tres años de enamoramiento. El enamoramiento pasa a ser un gran cariño. Y ese gran cariño pasa a ser costumbrismo... y que somos los seres humanos sinó seres costumbristas. Y en cuanto a ese apunte de la cantidad de años que han pasado los protagonistas de tu historia sin cambiar de movil... da que pensar. Un abrazo muy fuerte.

Juanjo Ramírez dijo...

Es cierto lo que cuentas, Chache.

También está el asunto de que a algunos les funciona ese modelo de vida que planteas, y a otros no.

Afortunadamente, este mundo tiene cabida para mil caminos distintos, a pesar de lo que algunos pretenden hacernos creer.

Un abrazo!

Anónimo dijo...

Inevitablemente me has hecho sentir y pensar.
Muy buena historia, genial.

Anónimo dijo...

Sansebastián te inspira Juanjo!
Bonita historia, y genial
Da gusto entrar y que esto esté tan lleno de cosas!!! :)

Juanjo Ramírez dijo...

Gracias, Cata :)

No sé si me inspira Donosti o no. De un modo u otro, me la voy a conocer de cabo a rabo. Este fin de semana me largan del piso en el que estoy de Antiguo Berri, y me mandan a una pensión de vete a saber dónde. Y de allí, de nuevo pa Intxaurrondo :S

Anónimo dijo...

ugh...
no puedes elegir pensión?
ahora que ya te habías hecho al antiguo...
Intxaurrondo creo que lo pise una vez ... no sabría decirte ni como es!
pero bueno... seguro que le encuentras el puntito!

Anónimo dijo...

Y es que no se porque mi comentario anterior estaba mutilado... pero tengo que decir que es la bomba el comentario del chache

Juanjo Ramírez dijo...

El final de la temporada pasada me tocó vivir en ese mismo piso de Intxaurrondo. En realidad no es Intxaurrondo exactamente, sino la calle Intaurrondo, en Ategorrieta, que está más desangelado todavía :S

No... no hay manera de pillarle el puntito, pero caminando 15 minutos llegas a Gros :D

Anónimo dijo...

Vale, pues tu vas caminando como si fueras al María Cristina... y en gros justo en frente de los cubos (o un poco antes) en la acera contraria a la playa, hay un bar de pintxos... es como de madera y con una terraza pequeña (la pinta es de bar de viejos). Entra y prueba cualquiera... y ya me cuentas!!!!!!!!!!
(parezco la gorda de SS pero es que una amiga mía tiene casa ahí al lado, y cuando ibamos los findes a su casa el domingo de resaca nos bajabamos ahí a ponernos como el kiko... y tenía que compartirlo)

Juanjo Ramírez dijo...

Con las gabillas de San Marcial te has ganado mi plena confianza en cuestiones gastronómicas donostiarras ;)

Mi sitio favorito en Gros es el Senra (muuuuy recomendable) y si vas en plan gourmet pijo sin hambre, el Aloña Berri es delicioso.

Probaré el que me dices y ya te contaré!!!

Anónimo dijo...

Y yo investigaré el Senra! ya lo he medio localizado...
y ya puestos...me voy a permitir recomendarte uno para cuando vayas a Madrid (se que hay mil garitos, pero este es de unos conocidos míos: la sal de montalban y pide las patatas "lasal"... para morirte...)

Juanjo Ramírez dijo...

Mil gracias!

Anotado! ;)