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Alonso de Miguel era esa clase de escritor que tanto abunda.
Ciento por cien vocacional.
Y cien por cien inédito.
Tenía una decena de cosas escritas. Ninguna publicada.
Y cuando echaba un ojo a los estantes de las librerías casi todo lo que encontraba en ellas le parecía basura. Eso le hacía mascullar sobre lo injusta que suele ser la vida. Tanta bazofia medrando en el mundillo literario mientras sus obras, que derrochaban esfuerzo y corazón en cada página, se pudrían en el anonimato.
Con esa clase de pensamientos se reconcomía Alonso de Miguel noche tras noche, hasta que alguien le hizo caer en la cuenta de que las editoriales no tienen la costumbre de llamar puerta por puerta en busca de talento. Que las cosas funcionan a la inversa. Que a los milagros se les llama así (“milagros”) porque rara vez suceden. Que ninguna editorial iba a plantearse publicar una novela de Alonso de Miguel si el escritor no informaba previamente a las editoriales de que las novelas de Alonso de Miguel… existían.
Un paso lógico que el escritor llevaba omitiendo desde siempre, sin saber muy bien por qué. Tal vez miedo al rechazo. O tal vez el vértigo de un cambio de rumbo inesperado en el itinerario de una vida. O quizá ese repelús de que una garra extraña se cuele en tu novela y la mutile. O el pánico a desnudarse delante de la masa. O la desidia de quien considera todo esfuerzo inútil, visualizando la derrota incluso antes de haber movido ficha.
Pero Dios distribuye los oráculos por los rincones más insospechados.
Cierto día, con la treintena recién cumplida, Alonso de Miguel atajó por una bocacalle para llegar pronto al trabajo, y un mendigo agitó (con más desgana que esperanza) un platillo en el que tintineaban tres o cuatro céntimos. El escritor sacó un par de monedas que le pesaban en el bolsillo y las dejó en el plato. El homeless se estremeció entre las arrugas del abrigo, y el vino peleón habló por él cuando pronunció aquellas dos frases lapidarias:
- O te pudres o te tiras al vacío. No hay término medio, chaval.
Eso fue todo. Tras ello el mendigo cerró los ojos y quedó dormido en una pose de muñeco de trapo, desactivado por algún dedo invisible. Alonso de Miguel permaneció clavado entre la suciedad del callejón durante más de un minuto, repitiendo para sí, una y otra vez, el enigmático proverbio del mendigo.
“No hay término medio… Tirarse al vacío. Eso o pudrirse…”
Esa mañana, mientras Alonso de Miguel se ganaba el sueldo en el centro comercial de siempre, vendiendo televisores extra grandes, extra nítidos, extra todo, llegó a la conclusión de que su vida empezaba a oler a rancio por la simple razón de que no era la que él había elegido. Así que decidió que al día siguiente se arrojaría al vacío.
Esa tarde comunicó sus intenciones a las dos únicas personas que de verdad importaban. Su hermana Carolina (único familiar que conservaba a esas alturas) y, por supuesto, a Ignacio. El bueno de Ignacio (lo más parecido a un “mejor amigo” a que podía aspirar un ser introvertido como Alonso).
- Voy a intentar publicar – les dijo -. Es o eso o pudrirme. Confío más en vuestro criterio que en el mío. Los dos habéis leído todas mis novelas. Necesito que elijáis una. La que más os guste. Ésa será la que mueva. Ésa será la que envíe a las editoriales.
Sin necesidad de ponerse de acuerdo, Ignacio y Carolina escogieron la misma novela. Y la elegida no era precisamente la más compleja, ni la más personal, pero era la que se leía con más facilidad. Y la facilidad era una llave que abría muchas puertas.
Alonso de Miguel no cuestionó aquella elección. Celebraron el momento con un brindis, se emborracharon un poco más de lo normal y al día siguiente Alonso escribió doce cartas y las metió en doce sobres para enviarlas a doce editoriales, elegidas atendiendo a criterios tan estúpidos que sin lugar a dudas eran mágicos. Doce cartas en las que el escritor hablaba de sí mismo y de su novela lo mejor que sabía. Es decir, muy malamente. A pesar de ello, algo parecido al optimismo gravitaba sobre Alonso cuando entró en la oficina de Correos y envió las doce cartas. Y era la percepción de un aura sobrenatural que casi se captaba con el rabillo del ojo. Un algo tan inmenso y tan oscuro que erizaba los pelos de los brazos.
Cuando el escritor salió del edificio de Correos se sintió ligero. Globo cansado al que le quitan unos lastres que ni siquiera era consciente de llevar.
Regresó a casa caminando, pensando en sus cosas, ensimismándose, amueblando en el interior de su cabeza un futuro de piezas que encajaban con más piezas.
No vio el autobús. Y el autobús tampoco le vio a él.
Fue un golpe demasiado fuerte para doler en un primer momento. Anestesia. Simple anestesia barnizada en sangre, y caer escuchando el crujido de sus propios huesos al romperse, y el réquiem de grillos de un frenazo que llegaba demasiado tarde. Luego siluetas borrosas que se agachaban junto a él y le tocaban o llamaban a gente o buscaban sus teléfonos o decían cosas que ya no se entendían y el aire cada vez más reacio a entrar en los pulmones y luego una luz, luz más oscura que todas las madrigueras juntas y luego el mundo alejándose poco a poco irremediablemente igual que una cometa a la que le han cortado el hilo. Y luego…
… luego nada…
Cuando Alonso de Miguel despertó no le hizo falta abrir los ojos para intuir que estaba en una cama de hospital. El olor era inconfundible. Y deprimente.
- ¡Ha despertado! – graznó una voz a su izquierda. Una voz de mujer -. ¡Ve a avisar al doctor! ¡Venga, date prisa!
Alonso abrió los ojos. Le costó acostumbrarse a la luz. Y a la mirada de perplejidad de la enfermera. Preguntó varias veces “Dónde estoy”. Preguntó varias veces “Qué día es hoy”. Pero las enfermeras evitaban contestarle y los médicos esquivaban amablemente la pregunta. “Ya habrá tiempo para respuestas”, le decían. “Ahora necesita descansar”. Y acto seguido le paseaban una linterna por los ojos, o le tomaban la tensión, o le invitaban a tragar alguna píldora. Siempre con algo extraño en la mirada, contemplándole como a un animal exótico expuesto en el zoológico, o como si de algún extraño modo supiesen algo sobre él que él no sabía.
Tras un sinfín de análisis le dejaron a solas en la habitación. Intentó levantarse, pero los músculos no le respondían. Hilvanó sus recuerdos con torpeza. Recordó casi todo con bastante claridad. Su vida, las doce editoriales, el accidente que le dejó hecho trizas. Pero había más cosas. Cosas borrosas, inaccesibles, cerradas bajo llave en los armarios más opacos del cerebro. No parecían vivencias, sino más bien residuos. Casi como excrementos de recuerdos. Y cada vez que Alonso se asomaba a ellos se interponía un dolor de cabeza insoportable cerrándole el paso. Una lluvia de alfileres que se clavan en los nervios y en los ojos.
La puerta se abrió interrumpiendo el hilo de sus pensamientos. Alonso alzó la vista en busca del recién llegado. Era Ignacio. Mirándole también con ese desconcierto indescifrable que había detectado en los ojos de los médicos. Pero lo que más impactó a Alonso fue aquella orografía de arrugas incipientes en el rostro de su amigo. Ignacio parecía haber envejecido unos diez años, como mínimo.
Once, para ser exactos. Los once años que Alonso de Miguel había permanecido en coma. Ignacio le informó de ello con cierta delicadeza. Pero por alguna extraña razón no había demasiado cariño en sus palabras.
- ¿Y Carolina?
- No ha podido venir – respondió Ignacio, y en su voz se percibía un deje de amargura.
- ¿Por qué me miras así?
- ¿Cómo te miro?
- No lo sé… De forma rara. Todo el mundo me mira raro y aún no sé por qué.
- ¿No te han dicho nada todavía?
Alonso negó, contrariado. Acto seguido, Ignacio se sacó una tarjeta del bolsillo y la pasó por un sensor que había en la mesita de noche. Como resultado, se encendió un televisor en la pared. Ignacio accionó un mando a distancia e hizo zapping. Un telediario llenó la pantalla y Alonso casi sufrió un colapso cuando vio la noticia estaban emitiendo. Hablaban de un escritor llamado Alonso de Miguel que acababa de despertar de un largo coma. Once años antes, el tal Alonso de Miguel había enviado una carta a doce editoriales y ese mismo día había sido atropellado por un autobús de línea.
En un primer momento ninguna de las editoriales prestó atención a la carta de Alonso, pero un becario que trabajaba en una de ellas leyó la noticia del atropello en un periódico, y le sonó el nombre de Alonso, y ató cabos, y avisó a sus superiores, que a avisaron a su vez a otros superiores que eran más superiores todavía.
Los directivos de la editorial hicieron planes incluso antes de haber leído la novela. Publicarle un libro a un escritor en coma. Había que reconocer que como reclamo publicitario resultaba bastante llamativo.
En menos de veinticuatro horas se pusieron en contacto con la hermana del escritor atropellado. Sin respetar el luto.
Consiguieron la novela. La leyeron. No era mala. Y aunque lo hubiese sido, nadie se habría atrevido a criticar la obra de un autor en coma. Nadie se habría atrevido a no comprarla.
La novela tardó en publicarse bastante menos de lo habitual. Nadie quería correr el riesgo de que Alonso despertase del coma antes de que sus palabras se hubiesen convertido en oro.
Se imprimieron millones de ejemplares, se difundieron a los cuatro vientos.
En el telediario no mencionaban todo eso, pero daban detalles bastante más sombríos.
Relataron lo rápido que se impuso esa novela como una de las más influyentes de su siglo, relataron lo mucho que la admiraron unos, y lo mucho que la odiaron tantos otros. Relataron cómo ciertos indeseables interpretaron el texto a su manera y lo esgrimieron para legitimar actos terribles; y cómo de ese modo el escritor, sin moverse siquiera de su cama, y sin abrir los ojos, fue tachado de monstruo, de cabrón sanguinario e inhumano, de instigador de iniciativas crueles. Algunos se manifestaron en los parques y quemaron la foto de Alonso de Miguel, otros le dedicaron monumentos. Hubo muchos que escupieron en sus páginas, y otros muchos que intentaron imitarle.
El escritor no daba crédito a sus oídos. Intentaba digerir aquel telediario, pero se le indigestaban cuatro de cada tres palabras. Y entonces llegó el golpe de gracia, pues aún quedaba algo que los informativos no podían omitir: El momento en el que Carolina de Miguel, hermana del polémico escritor, enloqueció al ver difamada la reputación de Alonso.
Y esa locura terminó en suicidio.
Alonso se mareó. El mundo se le centrifugó dentro del cráneo, la saliva se congeló en la boca, el llanto le enrojeció los ojos.
Ignacio tampoco pudo resistir aquello. Apagó la tele, incapaz de seguir escuchando. También había lágrimas en sus ojos, igual de sinceras que las de Alonso, pero mucho menos frescas, más cansadas.
- ¿Sabes? Poco después de tu accidente, Carolina y yo nos casamos – el llanto entrecortaba las palabras de Ignacio -. Ella llegó a ser todo para mí, y tú la mataste. ¿Por qué tuviste que publicar esa novela de los cojones?
- No... No… – balbuceaba una y otra vez el escritor -. No… Carolina no…
- Toda esa gente que condena tu novela… Lo argumentan tan bien, lo dicen con tanta convicción… Al final uno se lo tiene que creer. Supongo que Carolina también acabó creyéndoselo, o al menos planteándoselo, y no lo supo aceptar.
Ignacio rompió a llorar.
Alonso de Miguel palidecía por segundos.
- ¡Pero no puede ser! – sollozó el escritor -. ¡Es una novela sin pretensiones, joder! ¡Tú la leíste antes que nadie! ¡Un libro de aventuras, con piratas y espadachines de mierda! No hay manera de tomárselo en serio…
- Eras un escritor en coma, Alonso. Tenían que endosarte una leyenda negra a juego. Había que tomar en serio esa novela como fuera. Era obligado.
- ¡Pero en esa novela no había nada que tomar en serio! ¡Nada!
- Siempre hay algo cuando se sabe buscar. Así es como funciona.
Alonso miró a su amigo en busca de consuelo. No lo obtuvo. Ignacio le dio la espalda y se dirigió lentamente hacia la puerta.
- En el fondo sé que no tienes la culpa, Alonso. Pero te odio. Quizá sea el único que tiene auténticos motivos para hacerlo. Necesitaba decírtelo a la cara. Enhorabuena por salir del coma. Aquí termina lo nuestro. No quiero volver a verte nunca más.
Ignacio salió del cuarto. Alonso intentó decirle algo, pero lo único que logró fue vomitar.
Un vómito con sabor a medicina y bilis, que empapaba las sábanas y las hacía todavía más pesadas.
No hizo declaraciones. No concedió entrevistas. Y aunque pronto descubrió que sus derechos de autor le habían convertido en millonario, no se quiso conceder ningún capricho.
Alternaba los ejercicios de rehabilitación con el asunto de ponerse al día, leer mil sitios web y mil periódicos, informarse sobre qué había sucedido durante esos once años de siesta que le habían convertido en cuarentón.
Prestaba especial atención a todo lo relacionado con su propia novela. Su labor de documentación en ese tema alcanzó niveles enfermizos. Recopiló todas las piezas: Críticas literarias, noticias, índices de venta, incluso tesis doctorales.
Pero lo que más intrigó a Alonso no fue lo sucedido tras la publicación de la novela, sino algo que había ocurrido poco antes. Algo acerca del modo en que llegó su carta a manos de la editorial.
Al parecer, aquella carta había estado a punto de perderse. El tren que la transportaba había descarrilado sin razón aparente. Y había algo misterioso en ese accidente ferroviario. Cada vez que Alonso leía sobre el tema le asaltaba uno de esos dolores de cabeza que le impedían profundizar en ciertas cosas. Dolores que aumentaban de intensidad conforme el escritor se esforzaba en recordar, hasta llegar a provocar la náusea.
Pero si aquel tren no había llegado a su destino, ¿por qué recibió la editorial aquella carta? La razón resultó ser tan singular que aparecía mencionada en una decena de periódicos. La carta fue encontrada a pocos metros del lugar del accidente por un tal “No sé qué” Márquez, un músico de poca monta que, vete a saber por qué, decidió llevarla a la editorial personalmente.
Alonso de Miguel odió al tal Márquez como nunca había odiado a ningún hombre. “¿Por qué tuviste que rescatar aquella carta, hijo de puta?” Si ese Márquez no hubiese interferido, Alonso seguiría siendo un escritor inédito. La gente no le consideraría un ser abyecto…
… y Carolina seguiría con vida.
Era la crueldad convertida en broma metafísica, y Alonso de Miguel se obsesionó con ello. De no hacerlo, puede que no hubiese prestado tanta atención a otra noticia que no tenía relación directa con su novela ni con él. La noticia, publicada un par de años atrás, hablaba de un grupo de científicos que había sido sancionado y expulsado de cierta universidad por haber iniciado cierto experimento. Un experimento que sonaba más a ciencia ficción que a cosa seria. Pero la tecnología había avanzado bastante en los últimos diez años. Ahora era posible hacerlo, aunque presentara serios problemas éticos.
Pero dentro de la mente trastornada de Alonso, la Ética era un castillo de naipes con una arquitectura muy extraña.
Las técnicas de rehabilitación también habían mejorado en esos once años. En menos de una semana Alonso salió del hospital andando por su propio pie. Los cuarenta años le pesaban en el cuerpo, pero no necesitaba demasiadas fuerzas para poner su plan en marcha. Lo que sí iba a necesitar era dinero. Mucho dinero.
Examinó todas sus cuentas bancarias y calculó que tenía suficiente. Sus gestores, fuesen quienes fuesen, habían realizado un buen trabajo.
No le costó localizar a los científicos. Tampoco fue difícil averiguar cuál de ellos era el máximo responsable de aquel experimento interrumpido.
Alonso de Miguel imprimió toda la información que había recopilado. En esos nuevos tiempos ya nadie trabajaba con papel, pero el escritor no pertenecía a aquellos tiempos. Era un fantasma. Y tal vez por eso necesitaba los papeles. Tal vez por eso necesitaba tocar cosas que le hicieran sentirse más real.
Tomó el camino más rápido para llegar a casa del científico, y ese camino pasaba por cierta bocacalle. Cuando Alonso de Miguel la atravesaba, escuchó un tintineo que le erizó la nuca. El ruido de unas monedas en un plato. Buscó aquel sonido con los ojos, y allí estaba el mendigo, el mismo con el que se había encontrado once años antes. Durmiendo la mona junto a los restos de un tetrabrik de vino. Agitando el platillo de manera sonámbula, automática. Y repitiendo sin cesar unas palabras, como si hablara en sueños:
- Círculo, plátano, caída… círculo, plátano, caída… círculo, plátano, caída…
El escritor no conocía el significado de aquellas tres palabras, pero sintió un intenso dolor en la sien al escucharlas.
- ¡Cállate! – gritó Alonso mientras se tambaleaba hacia el mendigo, mientras lo zarandeaba con toda su energía para despertarlo del sueño.
- Círculo… plátano… caída… – continuaba murmurando el vagabundo, y Alonso lo agitaba de forma tan violenta que las monedas se despeñaban por los bordes del plato.
- ¡Cállate!
- No lo conseguirás… – susurró el vagabundo sin llegar a despertarse -. Lo intentaste con el tren y no funcionó. ¿Qué te hace pensar que ahora es distinto?
La mención del tren convirtió aquella jaqueca en algo insoportable. Alonso abandonó la bocacalle reprimiendo las arcadas, tropezando con cubos de basura, sintiendo que los ojos le explotarían en breve. Escuchando a sus espaldas aquellas tres palabras:
- Círculo, plátano, caída, círculo, plátano, caída…
Cuando llegó a la casa del científico esperó cinco minutos antes de llamar. Cinco minutos de respirar con calma, intentando recomponerse del mal trago que acababa de pasar.
Llamó al timbre.
Y el tipo que le abrió la puerta necesitaba recomponerse bastante más que él. Alonso había visto su foto en los periódicos pero le costó reconocerlo. Había cambiado la bata blanca por un albornoz de todo a cien, y un rápido vistazo a su cara bastaba para concluir que llevaba casi tanto tiempo alejado de la luz del sol como de las hojillas de afeitar.
- Te he visto en la tele – comentó el científico con más aburrimiento que entusiasmo.
- Te he visto en los periódicos – contestó el escritor.
El científico le dio la espalda y caminó hacia el interior. Alonso lo interpretó como una invitación a entrar.
Entró.
La casa era un caos que tenía hambre de caos. El científico apuró una lata de cerveza y le ofreció otra lata a Alonso de Miguel.
- Ese experimento vuestro… – comentó Alonso, mientras abría la cerveza -. Lo de los viajes en el tiempo… ¿es verdad?
El hombre del albornoz ni siquiera se molestó en mirarle.
- Si eres uno de esos tarados que quieren viajar en el tiempo, olvídate – le respondió el científico -. No podemos trasladar materia. Sólo podemos enviar información eléctrica. Eso es todo.
El hombre del albornoz abrió la nevera y sacó otra lata de cerveza.
- ¿Y esa información eléctrica… se puede usar para cambiar cosas del pasado? – preguntó el escritor, con una fiebre de obsesión que le encendía las pupilas, haciéndolas brillar con ese brillo tan propio de las cosas peligrosas.
- Es posible – reconoció el científico -. Pero es ilegal.
- No me salga con eso de las funestas consecuencias, ni con lo de cambiar el mundo tal y como lo conocemos. No estoy para mariconadas.
-¿Acaso tengo pinta de que me importe lo que le pase al mundo? – contestó el científico. Y le dio un largo trago a su cerveza -. Pero las cosas ilegales cuestan caras.
- El dinero no es problema.
- Espero por su bien que sea verdad. En ese caso sólo necesito un “qué” y un “cuándo”.
- El “cuándo” es hace once años. El “qué”… es este hombre – añadió el escritor, sacándose una foto del bolsillo -. Quiero que muera antes de llegar a cierto sitio.
El científico asintió mientras miraba aquella foto. La foto de un músico mediocre. Un tal “No sé qué” Márquez.
Continuará…
Donosti, a 10 de mayo de 2009