Ella lo había sido todo. La emperatriz del morbo, la lolita ingenua, lamiendo platos con cara de no haberlos roto nunca. Dieciocho años que aparentaban quince, portada de revistas prohibidas que los hombres se llevaban al baño. La puta, la diosa, la putísima diosa, el cuerpo perfumado con sustancias lúbricas que se arqueaba en la pantalla de la tele, y se tocaba, se besaba a sí mismo. Coño depiladito, senos tersos, y esos labios que siempre parecían lograr la mueca exacta para encantar y endurecer serpientes.
Pocos sabían su verdadero nombre. El mundo del porno es un mundo de pseudónimos, y en ese mundo la llamaban China Doll; un mote que se debía a la gélida blancura de su cutis, y al ingenio del productor borracho que la fichó en aquella fiesta y la animó a firmar aquel primer contrato, para el primer desnudo, en la primera peli.
China Doll se convirtió en la envidia de las demás actrices. Fue la más consumida, la más deseada, la más follada en sueños masculinos. Ella no fue consciente del poder que tenía hasta que su representante le doró la píldora, y le aconsejó imponer sus propias condiciones. Obedeciendo esos consejos, se negó a trabajar más de equis horas diarias, y se negó a actuar si el minibar no incluía su marca favorita de tequila, y se negó a follar con hombres delante de la cámara, porque ella era una diosa, y no iba a consentir que ningún mortal la penetrase en público. No estaba muy segura de estar haciendo lo correcto, y tuvo miedo de que la despachasen de una patada en el trasero, por pedir demasiado. Pero los productores accedieron a todo. No les quedaba otro remedio. Porque China Doll se bastaba a sí misma, y no necesitaba más horas de trabajo, ni estar más sobria, ni introducirse pollas en el coño para vender el triple que las otras.
No obstante, la carrera de China Doll fue de ésas que lo brillan todo en el primer asalto y ya se han consumido en el segundo.
El mundo cambió, se impuso un internet en cada casa, el mercado de la carne se hizo inabarcable, ilimitado, y surgieron de debajo de las piedras mil nombres inéditos, mil lolitas… todas ellas tan hechas de pecado, tan adecuadas como China Doll. Todas ellas, en realidad, más “china doll” que la propia China Doll. Porque también las muñecas envejecen, porque el mundo nos exprime un año a todos cuando gira, porque el tequila favorito de la pequeña China Doll estropeó su piel y su sonrisa, porque la vida se había dedicado a usar a la muchacha sin clemencia, a desgastarla, y a sembrar un sedimento de amargura en su mirada. La clase de amargura que una chica como ella no se podía permitir. Cuando tus ojos tienen ese brillo, se vuelven incapaces de mentir.
La gente que consumía películas de China Doll no quería encontrarse un poso de mierda en el fondo del vaso. Demandaban ilusión de pureza, un simulacro de inocencia lo suficientemente convincente para despertar ese placer, esa excitación indescriptible, ese mancillar la virgen con tus pensamientos y tu semen.
Poco a poco, el mundo fue olvidando a China Doll, pero ella no olvidó los lujos a los que estaba acostumbrada, ni sus acreedores la olvidaron a ella. Cierto día, su representante la invitó al mundo real; le dijo que había llegado la hora de ceder en ciertas cosas. El cupo de diosas estaba saturado, y si quería seguir recibiendo ofertas de trabajo, tenía que ensuciarse, ser más furcia, llegar a donde pocas se atrevían.
Pensó en abandonar el porno, dedicarse a otra cosa… pero ya era un poco tarde para eso. Era hundirse o tragar, y China Doll tragó.
Lloró la primera vez que la encularon. El director le gritó cosas terribles, y tuvieron que repetir la toma.
Lloró la primera vez que cinco negros se corrieron sobre ella, pero tenía tanto semen en la cara que nadie reparó en sus lágrimas.
Lloró la primera vez que le llenaron los tres orificios al unísono, aunque en esa ocasión al director no pareció importarle. Los surcos negros del rímel daban muy bien en cámara.
Después de aquello China Doll se quedó seca. Su alma se vació de lágrimas. No lloró la primera vez que se mearon en ella, ni lloró cuando la abofetearon y le metieron sus propias bragas por el coño. Aprendió las reglas de cada género, y las obedeció de manera implacable. A veces había que fingir dolor, y en otras ocasiones había que ocultarlo, y sonreír, guiñar un ojo a cámara, decir estupideces, relamerse. Cada público pedía algo distinto, y ella los contentaba a todos, con un desapego de lo más profesional, anulándose a sí misma, muriendo quizá un poco en cada vídeo, de forma similar a esos indígenas que, cuando una cámara de fotos los retrata, sienten que alguien les roba una porción de alma.
Ya no era la princesa China Doll, pero era buena. Jodidamente buena. No estaba en el mercado grande. Casi todo lo que hacía iba directo a las páginas más turbias de internet, o al estante más bizarro del videoclub más cutre, pero jamás le hacía ascos a nada, y eso le permitía malvivir decentemente.
Cuando las cosas se ponían difíciles para llegar a fin de mes, no había razones para desdeñar la zoofilia. China Doll se folló perros, anguilas, calamares. Se tiró más de una vez al cerdo, al burro, y al caballo, y al resto de la granja de playmóbil.
Se acostumbró a no hacer muchas preguntas si la paga era buena.
Aquella noche, la paga era mejor que nunca, así que preguntó sólo lo básico.
- ¿Personas o animales?
Animales.
Con eso le bastaba.
No le dieron instrucciones sobre ropa. A veces se la proporcionaban en el sitio, y en otras ocasiones la chapuza imperaba, y se conformaban con lo que ella traía puesto. Eligió un vestidito de tirantes. Era sexy, muy fácil de quitar, y permitía que la jodiesen con él puesto, si la ocasión lo requería.
El espejo le regaló una mirada inerte mientras se maquillaba. También en eso tuvo que recurrir a su propio criterio. No conocía las preferencias de esa gente. Era la primera vez que trabajaba con ellos. Aunque siempre era igual. Quedar en un sitio, subir en un coche, fingir que no adviertes el reojo del conductor, más pendiente de cómo se hunde el cinturón de seguridad en tu escote que de la carretera. Y así minutos, quizá horas, y llegar a una casa en las afueras. En casos de zoofilia extrema, normalmente una granja o caserío.
Esta vez, sin embargo, no iba a ser como las otras veces, y China Doll lo dedujo nada más bajar del coche. No era sólo la sobriedad siniestra del lugar, ni lo que tardaron en llegar a él. Eran ellos. Sus expresiones. Sus miradas. No parecían la clase de persona que se dedica al porno. Por un instante, China Doll sintió ese escalofrío, ese hormigueo imperceptible que algunos llaman mal presentimiento. Sintió el súbito impulso de dejarlo, de decir a aquellos hombres que no quería el trabajo. No lo hizo. Ella era una profesional, y habían recorrido muchos kilómetros de carretera para llegar hasta allí. Recordó la cantidad que le habían prometido, pensó en los meses de alquiler que se podrían liquidar con tanto euro, en la cantidad de cosas que se podían comprar.
- Por aquí – dijo uno de ellos. Daba igual cuál. Todos vestían parecido, hablaban parecido, se peinaban parecido.
“Por aquí” consistía en un cobertizo de paredes sólidas, con barrotes en puertas y ventanas.
- ¿Qué animal es? – preguntó la muchacha, con un temblor de voz -. ¿Toro? ¿Caballo?
- Ni toro ni caballo – respondió el hombre, y no parecía dispuesto a añadir más.
El interior del cobertizo estaba a oscuras. Había más hombres allí dentro, pero apenas podía distinguir sus caras. Dos de ellos llevaban cámaras de video. Eso la tranquilizó. Era un resquicio de normalidad al que aferrarse. Cámaras, cámaras, cámaras. Las cámaras eran sus amigas. Estaba acostumbrada a ellas. Las cámaras estaban en los rodajes, y aquello era un rodaje, solamente un rodaje.
Aunque aquellas cámaras no eran como las que conocía China Doll. Tenían algo extraño. Cuando lo hizo notar en voz alta, uno de los operadores lo explicó.
- Son cámaras de infrarrojos.
- ¿De infrarrojos? – se sorprendió la joven.
- Grabaremos a oscuras – respondió el desconocido -. No le gusta la luz.
Y esa última frase la dijo señalando hacia “la jaula”. Barrotes oxidados, y tras ellos, tan sólo oscuridad. Oscuridad y silencio.
Se acercaron tres hombres con tres llaves, crujieron tres cerrojos, lloraron varios goznes.
- Entra.
- ¿Qué hay en la jaula? – preguntó la muchacha, si lograr disimular su espanto.
- No necesitas saberlo.
- No todos los animales se follan igual. – protestó ella -. No es lo mismo estimular a un perro que a un caballo...
- No hay nada que estimular, cariño. Él sabe lo que tiene que hacer. Tú sólo relájate, déjate llevar…
China Doll se enfrentó a la puerta entreabierta de la jaula, y a la negrura que aguardaba al otro lado. Se impuso el sentido común.
- Creo que no voy a aceptar el trabajo – dijo.
- Ya es demasiado tarde para eso, ¿no cree?
Todos los hombres se interpusieron entre ella y la salida. Avanzaron lentamente, estrechando un cerco que encerraba a China Doll, y no le dejaba otra opción que atravesar la puerta de la jaula.
- Piense en el dinero – le recordó uno de ellos -. Con lo que le vamos a pagar, una chica como usted se puede conceder muchos caprichos.
- Yo… yo no quiero caprichos – masculló la muchacha, muerta de miedo.
Cada vez que los desconocidos daban un paso hacia ella, China Doll retrocedía. Descubrió demasiado tarde que estaba dentro de la jaula. Lo descubrió en el preciso instante en que cerraron la puerta en sus narices.
- ¡No! ¡Dejadme salir!
La muchacha gritaba, zarandeaba los barrotes con desesperación, y el óxido le arañaba las palmas de las manos.
- Cámara uno, grabando – dijo una voz.
- Cámara dos, grabando – añadió otra.
China Doll escuchó algo a sus espaldas. Giró sobre sí misma. Escrutó la oscuridad, mas no vio nada. Sólo pudo escuchar ese sonido casi cantarín, como de uñas repiqueteando en las baldosas del suelo.
- ¡Qué alguien me abra, por el amor Dios! – suplicaba (inútilmente) la muchacha -. ¡Quiero salir!
Pero nadie le respondía al otro lado. Sólo sonaba el clac, clac, clac, castañeteo de uñas afiladas, acompañado de una respiración pesada.
Intentó retroceder. Los barrotes se le clavaron en la espalda, fríos como los besos de los muertos. Y enseguida se impuso aquel hedor, insoportable, decadente, como de queso roquefort pudriéndose en su mortaja de plástico.
Los brazos de China Doll se extendieron hacia las tinieblas, palparon la nada, intentando protegerse de algo. Se estremecieron al rozar a aquella cosa sin querer.
China Doll quiso gritar, pero los gritos no salían. Trató de empujar a la criatura para impedir que se acercase. Tocó su piel, tocó escamas ásperas, secreciones viscosas, sintió en la cara el aliento de algo acostumbrado a comer muerte. Aquello parecía un reptil. China Doll había tenido experiencias con lagartos y serpientes. Pero aquello no era una serpiente, ni un lagarto. Aquello tenía al menos cuatro patas, y era más grande que ella.
- ¡¡Sacadme de aquí!! – suplicó mientras volvía a agitar los barrotes de la puerta, consciente de que sería más fácil romperlos con sus manos que despertar la compasión de aquellos hombres.
Vio cómo los dos operadores se acercaban a ella con sus cámaras, codiciando la imagen de sus muslos temblorosos, de sus tetas aplastadas contra el hierro, de su expresión desencajada por el miedo.
Por primera vez en mucho tiempo, China Doll lloró. Lloró mientras la criatura la montaba por detrás. Lloró mientras el tirante de su vestido se despeñaba por el hombro, dejando el seno izquierdo al descubierto. Lloró mientras alguien de fuera le pellizcaba el pezón a través de los barrotes, y lloró cuando sintió cómo el pene bífido del monstruo la exploraba por dentro, profundizando en su vagina y en su ano al mismo tiempo, lubricándola con fluidos pestilentes, hinchándose dentro de ella, dilatando los orificios de la joven hasta el límite, y empujando con una brutalidad inhumana, torpe.
Y eso no era lo peor. Lo peor llegó cuando la bestia se excitó, cuando perdió el control y la empezó a arañar por todas partes, garrapateando un poema apresurado de dolor y sangre sobre la piel de porcelana de la pequeña China Doll.
La corrida dolió. El semen de aquel bicho colmó las entrañas de la joven, llegando hasta lugares que ella ni sabía que tenía. Después de eso, el pene bífido se desinfló lo suficiente para salir del interior de China Doll, y el monstruo se marchó por donde había venido.
Los tipos que la habían contratado la sacaron de allí enseguida, y se comportaron con una formalidad escalofriante. Le curaron las heridas lo mejor que pudieron, le proporcionaron ropa nueva, le dieron las gracias, la acercaron en coche hasta su casa y al día siguiente ingresaron en su cuenta todo el dinero que le habían prometido.
Cuando se desnudó y se miró en el espejo, China Doll se vino abajo, y comprendió hasta qué punto iba a necesitar ese dinero. Los arañazos en la piel eran profundos, y dejarían cicatrices. Estaba mutilada de por vida, y ninguno de sus contactos habituales volvería a contratarla.
Trabajar en otra cosa era inviable. China Doll sólo sabía follar. No había cultivado ninguna otra habilidad. Nunca lo había necesitado. Fuera del porno, era mediocre en todo.
Afortunadamente para ella, cualquier aberración encuentra una perversión a su medida. Recurrió a esos amigos de un amigo que conocen a alguien, y se introdujo pronto en el bazar de las rarezas, el mercado de los que demandaban las cosas más extremas. Aunque a alguien le resulte difícil de creer, hay gente que paga lo que sea por ver a una tullida en acción. Y cuando eso no bastaba, siempre había un callejón en el que prostituirse por unos cuantos euros.
Día tras día, el incidente de la bestia palidecía en la memoria de China Doll, avocado a convertirse en una borrosa, lejana pesadilla. Pero transcurrió un mes entero, y no llegó ninguna menstruación. China Doll no necesitó ningún predictor para saber que estaba embarazada. A pesar de lo improbable del asunto. A pesar de que en los tres últimos meses nunca olvidó tomar la píldora.
Abortar no fue una opción. “No se trata de un embarazo normal”, le confirmó la gente de la clínica. “El embrión está tan agarrado al útero que no podríamos extraerlo sin desangrarla a usted”.
No tuvo más remedio que vivir con ello dentro. Y al fin y al cabo, una actriz porno embarazada cotizaba lo suyo.
No fue un embarazo fácil. Los antojos de China Doll eran desagradables, incluso hijos de puta. Todos los días visitaba la pescadería y compraba peces crudos. Una vez en casa, los abría en canal y se comía las tripas. Era algo compulsivo. Odiaba hacerlo, se deshacía en arcadas… pero al mismo tiempo lo deseaba con una agonía irracional, primaria, fisiológica.
No… Aquello no era un embarazo al uso. Si otros bebés convertían los pezones de la madre en surtidores de leche, los pechos de China Doll chorreaban un mejunje espeso, casi negro. Si otros bebés se manifestaban dando pataditas en el vientre, el hijo que habitaba en China Doll se dedicaba a arañarle las entrañas, con uñas crueles, pequeñas, afiladas. Cuando eso sucedía, la joven se retorcía de dolor, y las bragas se le teñían de sangre.
Se atiborraba a drogas y calmantes, en parte para mitigar el dolor, en parte con la esperanza de que el bebé no soportase tanta química. Pero el bebé (o lo que demonios fuese) tenía una vocación de supervivencia exasperante.
China Doll estaba anestesiada por las drogas cuando sonó el teléfono. Respondió a la llamada, y una voz familiar sonó en el altavoz del móvil:
- No se preocupe por los arañazos, son normales. Duelen bastante, sí… pero no matan.
China Doll sintió una contracción en la garganta. Recordaba esa voz. Era uno de los hombres del cobertizo. Uno de los que la encerraron en la jaula. Hijo de puta mamporrero de la bestia.
- ¿Qué me han hecho? – la pregunta de la muchacha era más un reproche que una demanda de respuestas.
- Le hemos concedido un honor que está al alcance de muy pocos mortales, y nuestra generosidad no acaba ahí.
- Yo… yo sólo quiero terminar con esto – sollozó la muchacha, sin poder contenerse.
- Y pronto acabará. Dará a luz dentro de poco, y estamos dispuestos a pagar mucho dinero por su hijo. Mucho más del que usted se imagina.
- ¡Váyanse a la puta mierda! – lloró la pequeña China Doll.
- Si rompe aguas, no acuda a ningún hospital – prosiguió el desconocido, haciendo caso omiso de los llantos -. Llame a este número, y nosotros nos ocuparemos del parto.
La joven se dispuso a mandarle a la mierda por segunda vez, pero cuando escuchó la cantidad que le ofrecían por su hijo, la palabrota se congeló en la boca. Si de verdad le daban tanta pasta, le solucionarían la vida para siempre. Ella sólo quería sacar a aquella cosa fuera de su cuerpo. Le daba igual que se la arrancasen en un hospital o en un pesebre.
Mientras tanto, siguió amortizando su vientre de preñada. Quizá si teclean en internet “embarazada con cicatrices salvajemente taladrada” sabrán de lo que hablo.
A veces tenía que interrumpir las sesiones de grabación por culpa del dolor. Los arañazos eran cada vez más frecuentes. El feto se movía en su interior, inquieto, suplicando salir. “Ya queda poco”, se consolaba ella. “Ya queda poco para que salgas de mi vida. Ya queda poco para que me hagas millonaria”.
Y entonces pasó algo que lo cambió todo. Fue durante el rodaje de “Reviéntame a pollazos”, una película que nunca se llegó a terminar, por razones que pronto entenderéis.
China Doll sonreía a la cámara, abierta de piernas sobre el mostrador de la cocina. Su partenaire la poseía con violencia, sobándole las tetas, metiéndole hasta el fondo sus veinticinco centímetros de polla, o los que le cupieran.
El grito del actor fue tan agudo que saturó los micros de las cámaras, y todos tuvieron la certeza de que no era el típico chillido de “ya me estoy corriendo”. Cuando sacó su pene del interior de China Doll, el glande era un abyecto surtidor de sangre.
- ¡¡Joder!! – berreaba el semental -. ¡Esta puta tiene dientes en el coño! ¡¡Eres una zorra de mierda, China Doll!!
Lívida de espanto, aún sobre el mostrador de la cocina, la joven vio cómo intentaban contener la hemorragia de su compañero. Supo que nunca la volverían a llamar de aquella productora, y supo también lo que había intuido en realidad desde el principio. Supo la clase de cabrón que llevaba en la barriga, y supo que en cuanto lo pariese, crecería, y sería la viva imagen de su padre.
Aquella misma tarde, China Doll entró a la ferretería de su barrio.
- Quería una linterna – le dijo al dependiente -. La más potente que tengan.
- La más potente es ésta.
- No. Esa no. Tiene que ser cilíndrica.
- Igual si me dice para qué la necesita, sabré cómo ayudarla.
Ella permaneció en silencio durante un par de segundos.
- No le gusta la luz… – respondió finalmente.
Llegó a su casa, embutió la linterna en un condón, la encendió, la embadurnó de lubricante, se recostó en la cama, se abrió mucho de piernas, se acercó el artefacto, la luz la deslumbró, la bombilla era potente, serviría… Introdujo la linterna en su vagina, poco a poco, como un consolador. Era bastante grande, pero eso nunca fue obstáculo para China Doll. Se había metido cosas muchísimo más gruesas, por causas bastante menos nobles. Cuando la luz llegó hasta el fondo, el hijo de China Doll chilló, se revolvió en el vientre de su madre, y ni siquiera respondió con arañazos, tal vez porque necesitaba las patitas para tapar sus ojos. La muchacha siguió masturbándose con la linterna, jodiéndose hasta el fondo, haciendo lo único que había aprendido a hacer en esta vida, y haciéndolo lo mejor que sabía. Haciendo llegar la luz más y más lejos, sintiendo cómo los bordes de la linterna la quemaban, jadeando al ritmo de los chillidos de agonía del bebé, cada vez más débiles, cada vez más opacos.
Tardó menos de dos minutos en correrse. Se sacó la linterna con cuidado, y se durmió sabiendo que en las tinieblas de su vientre ya sólo había silencio.
Donosti. 5 de enero de 2009.