lunes, 26 de enero de 2009

DUEÑOS HIJOS DE PUTA

Tengo que compartirlo con el resto del Universo. Lo he visto en chistesmuybuenos.com.

Un perro disfrazado de Schrek.


Observen la expresión en la cara del chucho. Es un "qué coño hago yo aquí". La misma expresión que lucía Jeremy Irons en Dragones y Mazmorras, o Liam Neeson en The Haunting.

viernes, 23 de enero de 2009

MISTERIO MÁS ALLÁ DE LAS ESTRELLAS

Kike Dueñas lo ha vuelto a conseguir.

Ha vuelto a hacer una de esas animaciones suyas en flash que tanto me enternecen. Un entrañable homenaje a géneros igual de entrañables. Con ese particular estilo suyo tan... ¿primitivo? ¿personal? ¿naif?

Sin más preámbulos ni hostias, les dejo con "Misterio más allá de las estrellas"



Y, por si se lo perdieron en su día, les enlazo también su anterior obra: El viaje del héroe.

jueves, 22 de enero de 2009

HABRÁ QUE HOMENAJEAR A EDGAR,,,


... en la semana de su bicentenario, ¿y qué mejor forma de hacerlo con otro de mis cuentos favoritos? No es de los más conocidos, ni de los más extensos. Pero el día que lo leí, quedé traspasado.

Creo que tarda bastante en llegar lo que de verdad interesa, y creo que su prosa ha envejecido un poco, o tal vez he envejecido yo.

De un modo u otro, sigue figurando en mi top ten, y pocos cuentos me resultarán tan especiales como:

martes, 20 de enero de 2009

SERIES, PRENSA Y YO MISMO

Hola a todos!!!

Les recomiendo, en primer lugar, que le echen ustedes un ojo a esto:



Se trata de JODIDOS, la series que acaban de estrenar CON DOS COJONES nuestros amigos de Abandomoviez, basándose en una idea de nuestro también amigo Sephiroth XI. Según uno de sus creadores, el señor Pelusa, se trata de una serie hecha con presupuesto -1. Teniendo en cuenta eso, la factura de la serie es muy decente, y el resultado simpatiquísimo. Advierto, eso sí, que puede resultar un pelín asquerosillo para las retinas más sensibles.

Yo, por mi parte, seguiré con interés esta serie que homenajea no sólo al cine de terror, sino también a los propios usarios de esa web tan entrañable que es Abandomoviez.

En segundo lugar, creo que las leyes del agradecimiento y el decoro me incitan a enlazar aquí el artículo sobre Vaya Semanita que publicó el pasado fin de semana Emilio Alfaro en la edición vasca de El País. Habla de nosotros de tal modo que incluso nos tienta a pensar que somos trascendentes. ¡Incluso saca a colación a Umberto Eco, y nos compara con el segundo libro de la Poética de Aristóteles! Creo que deberíamos mostrarle ese artículo a los jefazos, para ver si nos suben el sueldo.

Y por último, pero no menos importante, responder al reto que me propuso el Chache, escribiendo aquí cinco cosas buenas del 2008, cinco malas, y cinco que desee para este 2009.

Así que... ¡ahí van!

Cosas buenas del 2008

- Dejar atrás (¡por fin!) un par de proyectos infernales y absorbentes.

- Encontrar un trabajo estable haciendo lo que más me gusta.

- Conocer gente nueva que tarda poco en convertirse en especial.

- Aprender a ser más exigente conmigo mismo cuando escribo.

- Mis primeros intentos de hacer mi propia masa para cocinar pasta fresca.

Cosas malas del 2008


- Haberlo terminado estando con una puta gripe.

- La muerte de mi perrita Fany.

- Algunas despedidas necesarias, pero difíciles.

- Indy 4.

- El hecho, a veces soportable, pero siempre ineludible, de que Donosti sea una ciudad de mierda.

Cosas que deseo para el 2009


- Poder vivir en el mismo piso durante más de dos o tres meses, y que mi vida no tenga por qué reducirse a lo que cabe en dos maletas.

- Abrirme más a la gente que me rodea, y seguir coleccionando dinosaurios.

- Pasar más tiempo en Madrid.

- No levantarme con resaca en la cama de una mujer desconocida.

- Que todos los proyectos de mis amigos triunfen y yo me convierta en el Roald Dahl del siglo XXI y me haga tan millonario que me pueda permitir el lujo de vivir de los cuentos y novelas que escrito.

Y YASTÁ!!

domingo, 18 de enero de 2009

LA NIEVE TIENE UN CORAZÓN DE PIEDRA

No era un pueblo acostumbrado a la nieve, pero aquel día nevó. Y era hermoso contemplar cómo las calles se cubrían de blanco, cómo los coches se convertían en tartaletas de merengue. Algo así sólo ocurría cada bastantes años, y en esas ocasiones, la nieve hacía a los adultos niños, y a los niños más niños todavía.

Los padres de Telmo, sin embargo, no pudieron disfrutar de aquel fenómeno. Porque en medio de toda esa blancura, el pequeño decidió nacer. La carretera que iba al hospital no estaba acondicionada para tanta nieve, y en días como aquél era una trampa. Bastó una prisa estúpida, un acelerador mal apretado, un giro de volante inoportuno, una curva fatal, resbaladiza, una calzada barnizada en hielo.

El coche patinó en el asfalto y chocó contra una roca al borde del camino. No hubo manera de volverlo a arrancar. El frío congeló el motor y lo hizo tiritar con cada giro de llave. La nieve se amontonó bajo las ruedas, anidó en los parachoques, en los faros, en el tubo de escape.

Tardaron horas en pasar otros vehículos, y no había vestigios de civilización en menos de cinco kilómetros a la redonda. Así que la mujer dio a luz en el asiento de atrás, con una brecha en la cabeza, manchando de sangre la tapicería de cuero, ante la impotente mirada del marido.

Fue un parto a varios grados bajo cero, y cada grito de dolor venía envuelto en un jirón de vaho.

La máquina quitanieves llegó pocos minutos después del nacimiento. Lograron salvar la vida del bebé, pero el frío se llevó a la madre a llenar tumbas, sembrar lápidas, amamantar gusanos.

De ese modo, la vida de Telmo creció condicionada por la nieve. El frío anidó en su corazón desde el principio. Su padre intentó quererle, pero nunca lo logró del todo, y eso era algo que no pasaba inadvertido para el niño.

Telmo quiso comprar el cariño paterno con esfuerzo, buena conducta, buenas notas. Se esmeró en destacar, ser el primero en todo lo que significara ser buen hijo. Pero siempre se tenía que conformar con el segundo puesto.

Porque Abel. Todos los días Abel. Abel en todas partes…

Abel, el hijo del vecino, el mejor en todo. El niño que siempre conseguía puntuar más que Telmo en el examen, y hacer el regalo más apropiado cuando llegaba el día del padre, y sonreír mejor a los adultos. Cuando Abel venía a jugar a casa, el padre de Telmo preparaba bocadillos, y el bocata más grande, el que tenía más queso, siempre era para Abel. Cuando Telmo no se portaba bien del todo, su padre le retiraba la mirada y mascullaba el recurrente “podrías aprender un par de cosas de tu amigo Abel. Él sí que es un bien niño”.

Quizá el padre de Telmo no era consciente del efecto que producían esos detalles en su hijo. Tal vez incluso le pasaban inadvertidos sus propios favoritismos hacia el crío del vecino. Pero el pequeño Telmo se lo tomaba muy a pecho, y se adosaba a Abel como una sanguijuela. Le seguía a todas partes, le imitaba, siempre buscando la fórmula secreta, la receta mágica que le convertiría en el hijo predilecto. Lo que Telmo sentía hacia su amigo Abel no se podría definir en dos palabras. Un amasijo de admiración, resentimiento, envidia, ciega veneración, comparación mezquina, y un algo doloroso, incluso erótico que obsesionaba a Telmo a todas horas, tapizando de Abel su vida entera.

La siguiente vez que nevó, Telmo acababa de cumplir los ocho años.

Una vez más, el pueblo se vistió de fiesta. Los profesores concedieron el día libre a los chiquillos, animándoles a disfrutar de un espectáculo que no volverían a ver en mucho tiempo. En menos de un minuto las aulas se convirtieron en desiertos, cementerios de libretas olvidadas. Todos, sin excepción, se lanzaron al patio. Y el patio fue correr, hacer muñecos, escribir palabrotas en los coches, y sobre todo, y alrededor de todo, bolas de nieve… surcando el aire en todas direcciones con sus estelas blancas de cometa, estallando en las ventanas y en los árboles, lloviendo sobre todo lo llovible sin discriminación de raza, edad ni sexo.

Y si algún niño disfrutaba más que cualquier otro, ése era Telmo. Telmo de aquí para allá. Telmo dilapidando su aliento entre carreras, y risas, y agacharse, amontonar la nieve entre sus manos, comprimirla, y lanzar el proyectil a ciegas, y volverse a agachar, volver a amontonar, y sentir ese entumecimiento en cada dedo, esa amenaza de que el frío iba a quebrarlos como ramitas secas.

No vio la bola de Abel hasta que la tuvo encima. Esa bola dolió. Más que ninguna otra. Dolió en algún lugar que estaba más allá del cuerpo. Porque aquella bofetada helada en la mejilla fue sólo el principio. Telmo alzó la cara, y encontró una sonrisa triunfal desfigurando el rostro de Abel. Luego llegaron las carcajadas del resto de los niños, los dedos de todos, todos, todos señalando a un humillado Telmo, la nieve desprendiéndose poco a poco de su semblante anestesiado.

Probablemente aquello duró apenas diez segundos, pero el frío los congeló para que transcurriesen más despacio. Cuando la multitud le dio la espalda, Telmo ya no era dueño de sus actos. La impotencia le carcomía las entrañas, sus pensamientos hervían a fuego muy, muy rápido. Cualquiera diría que sus manos se movieron solas, ajenas a cualquier atisbo de voluntad humana cuando tantearon el suelo, cuando apartaron la superficie blanca hasta encontrar aquel pedrusco, cuando empezaron a amontonar la nieve alrededor de la dura superficie de la piedra.

Telmo se incorporó, volvió a localizar a Abel y caminó hacia él sin prestar atención a ningún otro ser de la Creación. El proyectil le pesaba en la mano, bastante más de lo que pesa la nieve por sí sola, y con un corazón mucho más duro.

- ¡Abel! – gritó la ronca, enfurecida voz de Telmo.

Y cuando el hijo predilecto se volvió, la bola ya iba rauda hacia su cara. Demasiado rauda para ser sólo nieve. Tan, tan rauda, que el aire erosionó la superficie, dejando al descubierto el filo de la piedra.

El golpe sonó distinto a las veces anteriores; más a hueso que a nieve. Telmo contempló cómo el pedrusco regresaba al suelo, y una sonrisa estúpida se le pintó en el rostro.

Una niña gritó. Dos segundos después, gritaron todos. Abel estaba pálido, inmóvil, todavía de pie, con un agujero en la sien del que manaba un surco rojo, un hilillo de sangre perezosa, lagrimeando, goteando, manchando los zapatos y la nieve.

Los ojos de Abel se clavaron en Telmo, primero interrogantes, poco después vidriosos. Cuando el niño cayó al suelo como un trozo de trapo, la sonrisa aún anidaba en el rostro de Telmo, pero era una sonrisa sin demasiado brillo, como de pétalos de clavel marchito.

El padre de Telmo obligó a su hijo a asistir al funeral. Cuando los familiares se alejaron del ataúd por un instante, arrastró al niño hacia allí, y le enseñó el cadáver.

- ¡Míralo! – le susurraba el padre -. Está así por culpa tuya.

Abel dormía sobre la superficie acolchada, vestido con un traje precioso, exageradamente maquillado.

- Has matado a tu amigo – le reprochó papá, y mientras lo decía le apretaba el brazo, cada vez con más fuerza, como queriendo romperlo en mil pedazos -. Abel está muerto, y a partir de ahora no podrás jugar con él. No volverás a verle nunca más. Mañana cerrarán la tapa de esa caja y lo enterrarán en un hoyo muy profundo, y quiero que sepas que es todo por tu culpa.

La mano de papá dolía, pero a Telmo el dolor le daba igual. Contemplaba los párpados de Abel, consciente por primera vez de que jamás se volverían abrir. Aquellos párpados y las palabras de su padre fueron una revelación para el pequeño Telmo. Le enseñaron en qué consistía aquello de la muerte, y le pareció precioso. De un día para otro, Abel había dejado de existir, y con él desaparecerían un sinfín de molestias que hacían la vida de Telmo más difícil. Se acabó lo de tener que esmerarse en parecerse a Abel. Se acabó el perseguirle a duras penas por los recodos más arduos de la vida, y se acabó la angustia, y el cargar a sus espaldas el peso abrumador de un imposible.

Allí, entre tanto luto y tanta lágrima, Telmo tuvo que recurrir a todo su autodominio para no sonreír, y admiró a Dios, admiró su poder y su infinita inteligencia, por haber sido capaz de inventar algo tan útil, tan sencillo y eficaz como la muerte.

Aquella misma tarde, Telmo notó que papá no le quería demasiado cerca y salió a pasear por los alrededores del colegio. Apoyado en la cancela de la entrada, el niño perdió su mirada en la blancura del patio. Observó cómo la nieve aterrizaba lentamente, cubriendo las manchas de sangre, borrando las pisadas del día anterior, con una discreción, con un sigilo, con una habilidad para limpiarlo todo, y convertir el mundo en un terso y gigantesco folio en blanco.

Telmo paladeó una bocanada de aire gélido, y llegó a la conclusión de que la nieve era también un gran invento. Era una pena que sucediese con tan poca frecuencia.

El mundo volvió a ponerse en marcha demasiado pronto. Al principio todos miraron a Telmo de manera rara, pero la gente olvida rápido, y en menos de dos meses volvió a ser un niño más. Incluso papá se fue olvidando poco a poco de las virtudes de Abel y empezó a tratar a Telmo con más condescendencia. Nunca llegó a quererle demasiado, pero aprendió a tratarle con algo que se parecía al cariño.

El único que no olvidó fue Telmo. Y cada vez alguien le complicaba la vida, cada vez que se le atragantaba alguna asignatura, algún maestro duro de roer, cada vez que algún vecino se acostumbraba a desvelarle poniendo la música demasiado alta, el crío se retorcía de impaciencia y musitaba una plegaria: “Que vuelva la nieve, por favor. Que vuelva la nieve y se los lleve a todos.”

A pesar de los deseos de Telmo, la nieve no volvió hasta siete años más tarde. Para entonces, el muchacho tenía quince años titubeantes, tímidos, salpicados de acné. Eran edades de asomarse al sexo opuesto y huir despavorido. El padre de Telmo seguía sin ser un padre de verdad, y el chico llegó a la adolescencia sin los conceptos claros. No fue fácil aprender a enamorarse de las chicas, ni fue sencillo asimilar que una vez lo conseguías, el sentimiento rara vez era recíproco.

Pronto descubrió Telmo, sin embargo, que había algo que daba más quebraderos de cabeza que enamorarse de alguien. Que la chica inadecuada se enamorase de ti.

Así pasó con Julia.

Julia era fea. Cualquier otra cosa sobre ella no importaba. Los criterios de los jóvenes son crueles. Sería difícil definir el momento preciso en el que Telmo se dio cuenta de que aquella muchacha le miraba de una forma especial, y le sonreía de un modo algo forzado. No obstante, llegó un punto en que las sospechas dieron paso a una escalofriante certidumbre. Telmo intentó vivir de espaldas a ello. Si Julia le dejaba una carta de amor de letras de colores en un papel de cuadros, él fingía que no la había leído. Si Telmo se convertía en blanco de cien burlas en pasillos de instituto, él fingía que no las escuchaba. Lo que fuese con tal de no mirar el problema cara a cara. Porque la idea de tener algo con Julia, siquiera un roce, le producía escalofríos. ¿Qué pensaría papá – se preguntaba Telmo – si le viese con una chica como ésa? Salir con feas era de perdedores. Y punto. Cuando papá se emborrachaba, no paraba de hablar sobre lo guapa que había sido la mamá de Telmo. Aquello establecía un listón que no podía afrontar cualquier mujer.

Durante un tiempo funcionó lo de ignorar lo obvio, y entonces llegó el día que precedió a la gran nevada. Ese día Telmo supo que Julia preparaba una maniobra kamikaze contra él. La joven se disponía a declarársele en persona. A la entrada o a la salida de las clases, nadie lo sabía muy bien, pero era la comidilla, el hazmerreír del instituto.

Ese día Telmo usó una excusa para escabullirse de clase unos minutos antes. Logró así evitar el fatídico encuentro cara a cara, y se dijo a sí mismo que si lo conseguía durante dos o tres días más, si evitaba coincidir a solas con Julia el tiempo suficiente, ella se olvidaría, y le dejaría en paz de una maldita vez.

Por eso al día siguiente no usó las calles habituales para ir al instituto, sino otras. Calles vacías, desangeladas, que daban un estúpido rodeo, pero tan necesario como estúpido. Las calles principales significaban encontrarse a Julia. La nueva ruta habría sido deprimente de no ser por la nieve… ¡la nieve! Posándose sobre las cosas con esa suavidad de beso en la frente, de caricia de hada. Embalsamando el pueblo bajo una fina lámina de hielo. Cuando Telmo abrió los ojos y vio nevar tras la ventana, supo que Dios estaba de su parte. La nieve era su amiga. Sabría guiarle y protegerle. Y ¡por todos los demonios, no había sucedido en siete años! ¡Cómo la había extrañado!

Los zapatos de Telmo patinaban por callejuelas blancas. El chico estaba eufórico. Las calles estaban desiertas, daban la impresión de estar allí solamente para acoger a Telmo, y permitir que rompiese estalactitas, y sacudiese a manotazos la nieve de los muros.

Fue entonces cuando dobló una esquina… y se topó con Julia.

Julia, que le había estado siguiendo por calles paralelas. Julia, con mirada temerosa, y temblores en la boca, y la resignación de aquél que se prepara para una colisión ineludible. Julia, que enrojeció y tragó todo el aire que cupo en sus pulmones y soltó esa retahíla de tópicos sinceros que no hay otro remedio que decir, y que si “estoy enamorada”, y “quería saber qué sientes tú por mí”, y “quedar un día para hablar, quizá ir al cine”, y todo ello mirando más al suelo que a los ojos, y luego un silencio embarazoso, un esperar de Telmo una respuesta, un acuse de recibo, un sí o un no.

Si Telmo hubiese sido más valiente, o más maduro, o lo que sea, habría zanjado todo aquello con dos o tres palabras. Dos o tres palabras que, por más que Telmo se esforzaba, se negaban a salir de su boca. El chico no estaba preparado para aquello, y finalmente reaccionó de forma visceral, lanzándose al camino fácil de cabeza. Empujó a Julia, para alejarla de él. Habría sido un acto intrascendente cualquier otra mañana, pero la nieve estaba allí para elevarlo a la categoría de poesía. Julia retrocedió trastabillando, y resbaló en el hielo. Primero llegó al suelo su carpeta, y luego ella. El golpe de la nuca en el bordillo provocó un sonido como de masticar copos de avena.

Julia quedó inmóvil en el suelo, los pelos desparramados por la acera, los ojos muy abiertos. Telmo se acercó a ella poco a poco, con más curiosidad que miedo.

- Telmo, no sé qué me pasa… No puedo moverme – balbuceaba la muchacha.

Y era verdad. La escarcha caía en sus manos y sus piernas, y Julia no movía un solo músculo. Era una estatua.

- Telmo, busca ayuda, por favor… No puedo mover los brazos… No puedo mover nada…

Pero Telmo no tenía intención de llamar a nadie. Miró a su alrededor, se cercioró de que estaban completamente a solas, de que nadie espiaba en las ventanas. Acto seguido, se agachó junto a Julia y se fijó en su cara. El miedo la hacía más fea todavía. Había que tapar ese rostro. Había que borrarlo de la faz de la tierra. Cogió un puñado de nieve y lo dejó caer sobre la boca de Julia, y los ojos de Julia, y la nariz de Julia.

- ¡Telmo! ¿Qué haces Telmo? ¡No hagas eso! – le suplicó la muchacha -. ¡Está muy frío!

El segundo puñado de nieve fue aún más abundante.

- Quítamelo de encima, Telmo… no puedo respirar…

Tras eso, un tercer puñado, y un cuarto, un quinto, un sexto. Hasta que la cabeza de la joven quedó enterrada en un montículo de nieve. Hasta que ya no pudo suplicar ni respirar ni amargarle la vida con su maldito amor de los cojones.

Telmo dejó atrás a Julia y continuó con su camino. Se sentía raro. Con algo eléctrico erizándole la piel, con una especie de nudo en el estómago. Con una sensación a ratos agradable, a ratos sórdida, de haber hecho una cosa irreversible.

Tarde o temprano alguien halló el cadáver, y el pueblo se conmocionó de arriba a abajo. Una vez más, el blanco se manchó de negro, y por extraño que pueda parecerles, a nadie se le ocurrió relacionar a Telmo con aquello. Y si alguien lo pensó, no lo expresó en voz alta.

La gente olvidó a Julia con la misma facilidad con que habían olvidado a Abel siete años antes, y la adolescencia de nuestro amigo Telmo transcurrió por derroteros más sencillos. Salió con chicas guapas. Chicas de las que papá se podía sentir bien orgulloso. Sacó buenas notas en el instituto y eligió una buena carrera universitaria. Justo la que su padre deseaba. Y la Universidad fue una sucesión de matrículas de honor y premios varios. Éxitos que hacían brillar de orgullo los ojos con que papá le contemplaba.

Terminó sus estudios con un expediente inmejorable. Le llovieron ofertas de trabajo, puertas abiertas hacia futuros muy jugosos. Pero él las rechazo, y buscó un trabajo que le permitiese regresar al pueblo. Eso contentaría a papá.

Y así fue cristalizando la vida de nuestro amigo Telmo, años tras año, hasta que un día, a punto de cumplir cuarenta, tomó consciencia de hasta qué punto había configurado su existencia para buscar la aprobación del padre. Se dio cuenta de que no había nada en su vida que realmente hubiese elegido él. Todo era lo que papá quería o, peor aún, lo que Telmo pensaba que quería papá. Su trabajo, su casa, su esposa, su posicionamiento moral ante según qué cosas, las decisiones que tomaba cada día, desde las más serias hasta las más livianas.

A partir de ese momento, intentó elegir por sí mismo en cada encrucijada, pero no supo cómo hacerlo. Papá siempre estaba ahí, desaprobando y aprobando, coaccionando a golpe de sonrisa y palmadita en la espalda. La voluntad de Telmo era demasiado débil para imponerse, y en cuarenta años de vida nunca había aprendido a ser él mismo.

Algo así sólo podía arreglarse de una forma.

La nieve…

“Que vuelva la nieve, por favor. Que vuelva la nieve…”

Pero la nieve no había vuelto a visitar el pueblo desde que vino para llevarse a Julia, y eso eran décadas. No había razones para concebir otra nevada.

Y sin embargo nevó. Dos semanas después de que Telmo empezara a desearlo. Cayó mucha, muchísima nieve. Hacía pensar que el techo del Universo era de azúcar y que por fin se nos venía encima.

El teléfono sonó, Telmo lo descolgó. Era papá. Papá, que ya estaba viejo, que no tenía la agilidad de antes, que ya no podía quitar la nieve del tejado.

- Tranquilo, papá. Tú quédate en el sillón viendo la tele. Yo me ocupo.

Telmo se ocupó. En lo alto del tejado, recogiendo con la pala aquella nieve, tan dolorosamente reluciente. Trabajando a una velocidad insana, alimentado por una impaciencia que casi parecía infantil.

Pero no tiraba la nieve hacia el jardín, no la hacía despeñarse por los aleros. No. Se dedicaba a amontonarla en una misma zona del tejado. Una zona meticulosamente escogida. Cuando aquel montón fue suficientemente alto, el peso de la nieve hizo ceder el techo. Se abrió un agujero en el tejado, un agujero que engulló todo lo que encontró a su paso.

“Hacía pensar que el techo del Universo era de azúcar y que por fin se nos venía encima.”

Cuando Telmo se asomó por el borde del agujero encontró exactamente el paisaje que esperaba. Una tele encendida a la que ya nadie hacía caso, y un sillón sepultado por escombros, por una tonelada de cemento, teja, piedra… y nieve. Mucha nieve.

Donosti,
a 18 de enero de 2009

domingo, 11 de enero de 2009

MI NUEVA ADQUISICIÓN

El otro día me compré otro parasaurolopus.



No es que sean mi dinosaurio favorito, pero lo compré porque era el único que había en la tienda, y porque tiene la cresta de color violeta, y porque si lo miran de cerca, tiene cara de caballo.


viernes, 9 de enero de 2009

¡¡¡GRACIAS, JOSEP!!!

No podía dejar de compartir este vídeo que he descubierto gracias a Josep, y que nos tiene a todos conmocionados en el trabajo.

Es ACOJONANTE. Sacado, al parecer, de un casting de actores para una peli de kung fu.

lunes, 5 de enero de 2009

NO LE GUSTA LA LUZ

Ella lo había sido todo. La emperatriz del morbo, la lolita ingenua, lamiendo platos con cara de no haberlos roto nunca. Dieciocho años que aparentaban quince, portada de revistas prohibidas que los hombres se llevaban al baño. La puta, la diosa, la putísima diosa, el cuerpo perfumado con sustancias lúbricas que se arqueaba en la pantalla de la tele, y se tocaba, se besaba a sí mismo. Coño depiladito, senos tersos, y esos labios que siempre parecían lograr la mueca exacta para encantar y endurecer serpientes.

Pocos sabían su verdadero nombre. El mundo del porno es un mundo de pseudónimos, y en ese mundo la llamaban China Doll; un mote que se debía a la gélida blancura de su cutis, y al ingenio del productor borracho que la fichó en aquella fiesta y la animó a firmar aquel primer contrato, para el primer desnudo, en la primera peli.

China Doll se convirtió en la envidia de las demás actrices. Fue la más consumida, la más deseada, la más follada en sueños masculinos. Ella no fue consciente del poder que tenía hasta que su representante le doró la píldora, y le aconsejó imponer sus propias condiciones. Obedeciendo esos consejos, se negó a trabajar más de equis horas diarias, y se negó a actuar si el minibar no incluía su marca favorita de tequila, y se negó a follar con hombres delante de la cámara, porque ella era una diosa, y no iba a consentir que ningún mortal la penetrase en público. No estaba muy segura de estar haciendo lo correcto, y tuvo miedo de que la despachasen de una patada en el trasero, por pedir demasiado. Pero los productores accedieron a todo. No les quedaba otro remedio. Porque China Doll se bastaba a sí misma, y no necesitaba más horas de trabajo, ni estar más sobria, ni introducirse pollas en el coño para vender el triple que las otras.

No obstante, la carrera de China Doll fue de ésas que lo brillan todo en el primer asalto y ya se han consumido en el segundo.

El mundo cambió, se impuso un internet en cada casa, el mercado de la carne se hizo inabarcable, ilimitado, y surgieron de debajo de las piedras mil nombres inéditos, mil lolitas… todas ellas tan hechas de pecado, tan adecuadas como China Doll. Todas ellas, en realidad, más “china doll” que la propia China Doll. Porque también las muñecas envejecen, porque el mundo nos exprime un año a todos cuando gira, porque el tequila favorito de la pequeña China Doll estropeó su piel y su sonrisa, porque la vida se había dedicado a usar a la muchacha sin clemencia, a desgastarla, y a sembrar un sedimento de amargura en su mirada. La clase de amargura que una chica como ella no se podía permitir. Cuando tus ojos tienen ese brillo, se vuelven incapaces de mentir.

La gente que consumía películas de China Doll no quería encontrarse un poso de mierda en el fondo del vaso. Demandaban ilusión de pureza, un simulacro de inocencia lo suficientemente convincente para despertar ese placer, esa excitación indescriptible, ese mancillar la virgen con tus pensamientos y tu semen.

Poco a poco, el mundo fue olvidando a China Doll, pero ella no olvidó los lujos a los que estaba acostumbrada, ni sus acreedores la olvidaron a ella. Cierto día, su representante la invitó al mundo real; le dijo que había llegado la hora de ceder en ciertas cosas. El cupo de diosas estaba saturado, y si quería seguir recibiendo ofertas de trabajo, tenía que ensuciarse, ser más furcia, llegar a donde pocas se atrevían.

Pensó en abandonar el porno, dedicarse a otra cosa… pero ya era un poco tarde para eso. Era hundirse o tragar, y China Doll tragó.

Lloró la primera vez que la encularon. El director le gritó cosas terribles, y tuvieron que repetir la toma.

Lloró la primera vez que cinco negros se corrieron sobre ella, pero tenía tanto semen en la cara que nadie reparó en sus lágrimas.

Lloró la primera vez que le llenaron los tres orificios al unísono, aunque en esa ocasión al director no pareció importarle. Los surcos negros del rímel daban muy bien en cámara.

Después de aquello China Doll se quedó seca. Su alma se vació de lágrimas. No lloró la primera vez que se mearon en ella, ni lloró cuando la abofetearon y le metieron sus propias bragas por el coño. Aprendió las reglas de cada género, y las obedeció de manera implacable. A veces había que fingir dolor, y en otras ocasiones había que ocultarlo, y sonreír, guiñar un ojo a cámara, decir estupideces, relamerse. Cada público pedía algo distinto, y ella los contentaba a todos, con un desapego de lo más profesional, anulándose a sí misma, muriendo quizá un poco en cada vídeo, de forma similar a esos indígenas que, cuando una cámara de fotos los retrata, sienten que alguien les roba una porción de alma.

Ya no era la princesa China Doll, pero era buena. Jodidamente buena. No estaba en el mercado grande. Casi todo lo que hacía iba directo a las páginas más turbias de internet, o al estante más bizarro del videoclub más cutre, pero jamás le hacía ascos a nada, y eso le permitía malvivir decentemente.

Cuando las cosas se ponían difíciles para llegar a fin de mes, no había razones para desdeñar la zoofilia. China Doll se folló perros, anguilas, calamares. Se tiró más de una vez al cerdo, al burro, y al caballo, y al resto de la granja de playmóbil.

Se acostumbró a no hacer muchas preguntas si la paga era buena.

Aquella noche, la paga era mejor que nunca, así que preguntó sólo lo básico.

- ¿Personas o animales?

Animales.

Con eso le bastaba.

No le dieron instrucciones sobre ropa. A veces se la proporcionaban en el sitio, y en otras ocasiones la chapuza imperaba, y se conformaban con lo que ella traía puesto. Eligió un vestidito de tirantes. Era sexy, muy fácil de quitar, y permitía que la jodiesen con él puesto, si la ocasión lo requería.

El espejo le regaló una mirada inerte mientras se maquillaba. También en eso tuvo que recurrir a su propio criterio. No conocía las preferencias de esa gente. Era la primera vez que trabajaba con ellos. Aunque siempre era igual. Quedar en un sitio, subir en un coche, fingir que no adviertes el reojo del conductor, más pendiente de cómo se hunde el cinturón de seguridad en tu escote que de la carretera. Y así minutos, quizá horas, y llegar a una casa en las afueras. En casos de zoofilia extrema, normalmente una granja o caserío.

Esta vez, sin embargo, no iba a ser como las otras veces, y China Doll lo dedujo nada más bajar del coche. No era sólo la sobriedad siniestra del lugar, ni lo que tardaron en llegar a él. Eran ellos. Sus expresiones. Sus miradas. No parecían la clase de persona que se dedica al porno. Por un instante, China Doll sintió ese escalofrío, ese hormigueo imperceptible que algunos llaman mal presentimiento. Sintió el súbito impulso de dejarlo, de decir a aquellos hombres que no quería el trabajo. No lo hizo. Ella era una profesional, y habían recorrido muchos kilómetros de carretera para llegar hasta allí. Recordó la cantidad que le habían prometido, pensó en los meses de alquiler que se podrían liquidar con tanto euro, en la cantidad de cosas que se podían comprar.

- Por aquí – dijo uno de ellos. Daba igual cuál. Todos vestían parecido, hablaban parecido, se peinaban parecido.

“Por aquí” consistía en un cobertizo de paredes sólidas, con barrotes en puertas y ventanas.

- ¿Qué animal es? – preguntó la muchacha, con un temblor de voz -. ¿Toro? ¿Caballo?

- Ni toro ni caballo – respondió el hombre, y no parecía dispuesto a añadir más.

El interior del cobertizo estaba a oscuras. Había más hombres allí dentro, pero apenas podía distinguir sus caras. Dos de ellos llevaban cámaras de video. Eso la tranquilizó. Era un resquicio de normalidad al que aferrarse. Cámaras, cámaras, cámaras. Las cámaras eran sus amigas. Estaba acostumbrada a ellas. Las cámaras estaban en los rodajes, y aquello era un rodaje, solamente un rodaje.

Aunque aquellas cámaras no eran como las que conocía China Doll. Tenían algo extraño. Cuando lo hizo notar en voz alta, uno de los operadores lo explicó.

- Son cámaras de infrarrojos.

- ¿De infrarrojos? – se sorprendió la joven.

- Grabaremos a oscuras – respondió el desconocido -. No le gusta la luz.

Y esa última frase la dijo señalando hacia “la jaula”. Barrotes oxidados, y tras ellos, tan sólo oscuridad. Oscuridad y silencio.

Se acercaron tres hombres con tres llaves, crujieron tres cerrojos, lloraron varios goznes.

- Entra.

- ¿Qué hay en la jaula? – preguntó la muchacha, si lograr disimular su espanto.

- No necesitas saberlo.
- No todos los animales se follan igual. – protestó ella -. No es lo mismo estimular a un perro que a un caballo...

- No hay nada que estimular, cariño. Él sabe lo que tiene que hacer. Tú sólo relájate, déjate llevar…

China Doll se enfrentó a la puerta entreabierta de la jaula, y a la negrura que aguardaba al otro lado. Se impuso el sentido común.

- Creo que no voy a aceptar el trabajo – dijo.

- Ya es demasiado tarde para eso, ¿no cree?

Todos los hombres se interpusieron entre ella y la salida. Avanzaron lentamente, estrechando un cerco que encerraba a China Doll, y no le dejaba otra opción que atravesar la puerta de la jaula.

- Piense en el dinero – le recordó uno de ellos -. Con lo que le vamos a pagar, una chica como usted se puede conceder muchos caprichos.

- Yo… yo no quiero caprichos – masculló la muchacha, muerta de miedo.

Cada vez que los desconocidos daban un paso hacia ella, China Doll retrocedía. Descubrió demasiado tarde que estaba dentro de la jaula. Lo descubrió en el preciso instante en que cerraron la puerta en sus narices.

- ¡No! ¡Dejadme salir!

La muchacha gritaba, zarandeaba los barrotes con desesperación, y el óxido le arañaba las palmas de las manos.

- Cámara uno, grabando – dijo una voz.

- Cámara dos, grabando – añadió otra.

China Doll escuchó algo a sus espaldas. Giró sobre sí misma. Escrutó la oscuridad, mas no vio nada. Sólo pudo escuchar ese sonido casi cantarín, como de uñas repiqueteando en las baldosas del suelo.

- ¡Qué alguien me abra, por el amor Dios! – suplicaba (inútilmente) la muchacha -. ¡Quiero salir!

Pero nadie le respondía al otro lado. Sólo sonaba el clac, clac, clac, castañeteo de uñas afiladas, acompañado de una respiración pesada.

Intentó retroceder. Los barrotes se le clavaron en la espalda, fríos como los besos de los muertos. Y enseguida se impuso aquel hedor, insoportable, decadente, como de queso roquefort pudriéndose en su mortaja de plástico.

Los brazos de China Doll se extendieron hacia las tinieblas, palparon la nada, intentando protegerse de algo. Se estremecieron al rozar a aquella cosa sin querer.

China Doll quiso gritar, pero los gritos no salían. Trató de empujar a la criatura para impedir que se acercase. Tocó su piel, tocó escamas ásperas, secreciones viscosas, sintió en la cara el aliento de algo acostumbrado a comer muerte. Aquello parecía un reptil. China Doll había tenido experiencias con lagartos y serpientes. Pero aquello no era una serpiente, ni un lagarto. Aquello tenía al menos cuatro patas, y era más grande que ella.

- ¡¡Sacadme de aquí!! – suplicó mientras volvía a agitar los barrotes de la puerta, consciente de que sería más fácil romperlos con sus manos que despertar la compasión de aquellos hombres.

Vio cómo los dos operadores se acercaban a ella con sus cámaras, codiciando la imagen de sus muslos temblorosos, de sus tetas aplastadas contra el hierro, de su expresión desencajada por el miedo.

Por primera vez en mucho tiempo, China Doll lloró. Lloró mientras la criatura la montaba por detrás. Lloró mientras el tirante de su vestido se despeñaba por el hombro, dejando el seno izquierdo al descubierto. Lloró mientras alguien de fuera le pellizcaba el pezón a través de los barrotes, y lloró cuando sintió cómo el pene bífido del monstruo la exploraba por dentro, profundizando en su vagina y en su ano al mismo tiempo, lubricándola con fluidos pestilentes, hinchándose dentro de ella, dilatando los orificios de la joven hasta el límite, y empujando con una brutalidad inhumana, torpe.

Y eso no era lo peor. Lo peor llegó cuando la bestia se excitó, cuando perdió el control y la empezó a arañar por todas partes, garrapateando un poema apresurado de dolor y sangre sobre la piel de porcelana de la pequeña China Doll.

La corrida dolió. El semen de aquel bicho colmó las entrañas de la joven, llegando hasta lugares que ella ni sabía que tenía. Después de eso, el pene bífido se desinfló lo suficiente para salir del interior de China Doll, y el monstruo se marchó por donde había venido.

Los tipos que la habían contratado la sacaron de allí enseguida, y se comportaron con una formalidad escalofriante. Le curaron las heridas lo mejor que pudieron, le proporcionaron ropa nueva, le dieron las gracias, la acercaron en coche hasta su casa y al día siguiente ingresaron en su cuenta todo el dinero que le habían prometido.

Cuando se desnudó y se miró en el espejo, China Doll se vino abajo, y comprendió hasta qué punto iba a necesitar ese dinero. Los arañazos en la piel eran profundos, y dejarían cicatrices. Estaba mutilada de por vida, y ninguno de sus contactos habituales volvería a contratarla.

Trabajar en otra cosa era inviable. China Doll sólo sabía follar. No había cultivado ninguna otra habilidad. Nunca lo había necesitado. Fuera del porno, era mediocre en todo.

Afortunadamente para ella, cualquier aberración encuentra una perversión a su medida. Recurrió a esos amigos de un amigo que conocen a alguien, y se introdujo pronto en el bazar de las rarezas, el mercado de los que demandaban las cosas más extremas. Aunque a alguien le resulte difícil de creer, hay gente que paga lo que sea por ver a una tullida en acción. Y cuando eso no bastaba, siempre había un callejón en el que prostituirse por unos cuantos euros.

Día tras día, el incidente de la bestia palidecía en la memoria de China Doll, avocado a convertirse en una borrosa, lejana pesadilla. Pero transcurrió un mes entero, y no llegó ninguna menstruación. China Doll no necesitó ningún predictor para saber que estaba embarazada. A pesar de lo improbable del asunto. A pesar de que en los tres últimos meses nunca olvidó tomar la píldora.

Abortar no fue una opción. “No se trata de un embarazo normal”, le confirmó la gente de la clínica. “El embrión está tan agarrado al útero que no podríamos extraerlo sin desangrarla a usted”.

No tuvo más remedio que vivir con ello dentro. Y al fin y al cabo, una actriz porno embarazada cotizaba lo suyo.

No fue un embarazo fácil. Los antojos de China Doll eran desagradables, incluso hijos de puta. Todos los días visitaba la pescadería y compraba peces crudos. Una vez en casa, los abría en canal y se comía las tripas. Era algo compulsivo. Odiaba hacerlo, se deshacía en arcadas… pero al mismo tiempo lo deseaba con una agonía irracional, primaria, fisiológica.

No… Aquello no era un embarazo al uso. Si otros bebés convertían los pezones de la madre en surtidores de leche, los pechos de China Doll chorreaban un mejunje espeso, casi negro. Si otros bebés se manifestaban dando pataditas en el vientre, el hijo que habitaba en China Doll se dedicaba a arañarle las entrañas, con uñas crueles, pequeñas, afiladas. Cuando eso sucedía, la joven se retorcía de dolor, y las bragas se le teñían de sangre.

Se atiborraba a drogas y calmantes, en parte para mitigar el dolor, en parte con la esperanza de que el bebé no soportase tanta química. Pero el bebé (o lo que demonios fuese) tenía una vocación de supervivencia exasperante.

China Doll estaba anestesiada por las drogas cuando sonó el teléfono. Respondió a la llamada, y una voz familiar sonó en el altavoz del móvil:

- No se preocupe por los arañazos, son normales. Duelen bastante, sí… pero no matan.

China Doll sintió una contracción en la garganta. Recordaba esa voz. Era uno de los hombres del cobertizo. Uno de los que la encerraron en la jaula. Hijo de puta mamporrero de la bestia.

- ¿Qué me han hecho? – la pregunta de la muchacha era más un reproche que una demanda de respuestas.

- Le hemos concedido un honor que está al alcance de muy pocos mortales, y nuestra generosidad no acaba ahí.

- Yo… yo sólo quiero terminar con esto – sollozó la muchacha, sin poder contenerse.

- Y pronto acabará. Dará a luz dentro de poco, y estamos dispuestos a pagar mucho dinero por su hijo. Mucho más del que usted se imagina.

- ¡Váyanse a la puta mierda! – lloró la pequeña China Doll.

- Si rompe aguas, no acuda a ningún hospital – prosiguió el desconocido, haciendo caso omiso de los llantos -. Llame a este número, y nosotros nos ocuparemos del parto.

La joven se dispuso a mandarle a la mierda por segunda vez, pero cuando escuchó la cantidad que le ofrecían por su hijo, la palabrota se congeló en la boca. Si de verdad le daban tanta pasta, le solucionarían la vida para siempre. Ella sólo quería sacar a aquella cosa fuera de su cuerpo. Le daba igual que se la arrancasen en un hospital o en un pesebre.

Mientras tanto, siguió amortizando su vientre de preñada. Quizá si teclean en internet “embarazada con cicatrices salvajemente taladrada” sabrán de lo que hablo.

A veces tenía que interrumpir las sesiones de grabación por culpa del dolor. Los arañazos eran cada vez más frecuentes. El feto se movía en su interior, inquieto, suplicando salir. “Ya queda poco”, se consolaba ella. “Ya queda poco para que salgas de mi vida. Ya queda poco para que me hagas millonaria”.

Y entonces pasó algo que lo cambió todo. Fue durante el rodaje de “Reviéntame a pollazos”, una película que nunca se llegó a terminar, por razones que pronto entenderéis.

China Doll sonreía a la cámara, abierta de piernas sobre el mostrador de la cocina. Su partenaire la poseía con violencia, sobándole las tetas, metiéndole hasta el fondo sus veinticinco centímetros de polla, o los que le cupieran.

El grito del actor fue tan agudo que saturó los micros de las cámaras, y todos tuvieron la certeza de que no era el típico chillido de “ya me estoy corriendo”. Cuando sacó su pene del interior de China Doll, el glande era un abyecto surtidor de sangre.

- ¡¡Joder!! – berreaba el semental -. ¡Esta puta tiene dientes en el coño! ¡¡Eres una zorra de mierda, China Doll!!

Lívida de espanto, aún sobre el mostrador de la cocina, la joven vio cómo intentaban contener la hemorragia de su compañero. Supo que nunca la volverían a llamar de aquella productora, y supo también lo que había intuido en realidad desde el principio. Supo la clase de cabrón que llevaba en la barriga, y supo que en cuanto lo pariese, crecería, y sería la viva imagen de su padre.

Aquella misma tarde, China Doll entró a la ferretería de su barrio.

- Quería una linterna – le dijo al dependiente -. La más potente que tengan.

- La más potente es ésta.

- No. Esa no. Tiene que ser cilíndrica.

- Igual si me dice para qué la necesita, sabré cómo ayudarla.

Ella permaneció en silencio durante un par de segundos.

- No le gusta la luz… – respondió finalmente.

Llegó a su casa, embutió la linterna en un condón, la encendió, la embadurnó de lubricante, se recostó en la cama, se abrió mucho de piernas, se acercó el artefacto, la luz la deslumbró, la bombilla era potente, serviría… Introdujo la linterna en su vagina, poco a poco, como un consolador. Era bastante grande, pero eso nunca fue obstáculo para China Doll. Se había metido cosas muchísimo más gruesas, por causas bastante menos nobles. Cuando la luz llegó hasta el fondo, el hijo de China Doll chilló, se revolvió en el vientre de su madre, y ni siquiera respondió con arañazos, tal vez porque necesitaba las patitas para tapar sus ojos. La muchacha siguió masturbándose con la linterna, jodiéndose hasta el fondo, haciendo lo único que había aprendido a hacer en esta vida, y haciéndolo lo mejor que sabía. Haciendo llegar la luz más y más lejos, sintiendo cómo los bordes de la linterna la quemaban, jadeando al ritmo de los chillidos de agonía del bebé, cada vez más débiles, cada vez más opacos.

Tardó menos de dos minutos en correrse. Se sacó la linterna con cuidado, y se durmió sabiendo que en las tinieblas de su vientre ya sólo había silencio.

Donosti.
5 de enero de 2009.