Últimamente gran parte de la
población vive conmocionada por una serie de hechos que se pueden resumir en
una sola palabra: Ébola.
El Ébola es un río africano que
pocos conocían hasta que prestó su nombre al retrovirus más temido del planeta.
No sé cuánto hay de pandemia y cuánto de cortina de humo en este asunto, pero
sí tengo claro que hay mucho de ignorancia.
Desde que el hombre es hombre ha
temido la amenaza de lo invisible. No me cuesta imaginar a un homínido prehistórico
capaz de enfrentarse a un oso en una cacería y que, sin embargo, huye
despavorido ante el alarido del viento.
Es fácil deducir que las primeras
historias de fantasmas y los primeros demonios surgieron de la mano de
tempestades, de epidemias, de enfermedades mentales.
Dentro de este catálogo de
“monstruos invisibles” podemos incluir a otros agentes de la Naturaleza que,
hoy por hoy, han matado a mucha más gente que el ébola:
Los gases.
Ya fuera por su carácter tóxico,
ya fuera por su carácter inflamable, estos demonios de la química se
convirtieron en el terror de quienes perforaban donde no debían.
Me viene a la cabeza un ejemplo
relativamente cercano: El del temido gras grisú, compuesto principalmente de metano, invisible, inodoro, imposible de
detectar con nuestros sentidos... pero capaz de provocar explosiones súbitas.
Este gas se cobró muchas vidas en
los dos siglos pasados, dejando una macabra estela de mineros muertos, de niños
huérfanos y viudas desconsoladas. El 10 de marzo de 1906, por ejemplo, una
explosión arrasó 110 kilómetros de galerías, matando a 1099 personas de un solo
golpe. Tuvo lugar en Francia y ha pasado a la historia como la Catástrofe de Courrières.
Como suele suceder en estos
casos, la ignorancia dejó el terreno abonado para la superstición. Los mineros
percibían el grisú casi como una entidad maligna. Lo llamaban el viento
negro. Cavar en las minas equivalía, en un
sentido arquetípico, a profanar el Hades, descender a los mismísimos infiernos.
Incluso sucedía algo muy propio
de culturas animistas como las de ciertas tribus indias: Se producía una
comunión casi espiritual entre el animal y el hombre. Los mineros veneraban a
los ratones. Estos pequeños roedores se colaban en las minas y eran los
primeros en sufrir los efectos del gas, ya que el grisú es más pesado que el
aire y llega reptando por los suelos. La reacción de los ratones ponía sobre
aviso a los mineros que, en señal de gratitud, otorgaba a estos animales un
carácter casi sagrado. El minero que mataba a un ratón era repudiado por sus
compañeros y en algunos sitios, como la mina chilena de Lota, se celebraba el Día de los Ratones, una fiesta en la que los mineros descansaban y rezaban a los
ratones. Según la superstición, si un minero no rezaba, los roedores se lanzaban
a por él para mordisquearle las ropas.
En los últimos días hemos visto
cómo nuestra ignorancia acerca del ébola ha llevado a las autoridades a
sacrificar un perro. También hemos visto cómo, en mi opinión, los medios han
aprovechado el asunto para captar la atención – o desviarla – de una manera
bastante frívola. Los mineros de antaño no sacrificaban perros, sino canarios.
Descendían a la mina con una jaula, y dentro de ella el pobre pájaro que, al
igual que los ratones, sufría el efecto del gas mucho antes de que afectase a
los humanos. Cuando los mineros veían al canario muerto en su jaula salían
corriendo: el viento negro venía a por ellos.
¿Cómo podía hacer el ser humano
para enfrentarse al viento negro y a otros gases letales como el monóxido de
carbono, el ozono, el dióxido de nitrógeno? La respuesta es evidente: Ciencia,
investigación, I + D.
Hoy en día ya no muere ningún
canario en las minas, y el número de bajas humanas ha disminuido drásticamente,
no sólo en minería, sino en el resto de sectores industriales relacionados con
estos demonios invisibles: Obras públicas, petroleras, tratamiento de aguas,
soldadores, astilleros, servicios contra incendios...
Los riesgos de esos profesionales
son cada vez menores gracias a detectores de
gases como éstos de la empresa Industrial Scientific.
Se trata de aparatitos más
fáciles de transportar que una jaula de canario, con sensores configurados para
detectar uno o más gases.
Incluso existe una opción aún más
avanzada para operarios no quieran aprender a manejar correctamente estos
chismes, o que no confíen plenamente en su capacidad para hacerlo. Un sistema
llamado iNet en el que las empresas, en lugar de comprar los aparatos,
alquilan los servicios de la empresa, que ofrece la supervisión de expertos e
instala sensores en el lugar de trabajo. Estos sensores van detectando y envían
automáticamente la información a un software que la almacena y la analiza.
Éstas y otras innovaciones
contribuyen a lo que se ha bautizado como movimiento 2100, una iniciativa cuyo
objetivo es que para el año 2100 las muertes por gas se hayan reducido a
cero.
Como vemos, en el caso del gas
hemos tenido la suerte de que, gracias a la investigación y a la tecnología, el
conocimiento ha espantado a los demonios, haciéndolos retroceder hacia otras
madrigueras. ¿Tendremos algún día esa misma suerte en el campo de los
retrovirus?