Hace tiempo me contaron una anécdota de cierto escritor brillante. No recuerdo quién era. Posiblemente Gabriel García Márquez, o Vargas Llosa... uno de los grandes.
La anécdota es la siguiente:
Un amigo del célebre escritor fue a visitarle a casa y se lo encontró desesperado, con folios rotos esparcidos por doquier.
- ¿Qué te pasa? - preguntó el amigo en cuestión.
Y el escritor respondió más o menos esto:
- ¡Estoy bloqueado! Tengo que escribir una carta para el colegio de mi hijo, diciéndoles que no ha ido a clase porque ha estado enfermo... ¡y no consigo redactarla! ¡Llevo ya diez intentos y no hay manera!
Imaginadlo. Uno de los escritores más importantes del momento, posiblemente un premio Nóbel de Literatura, un tipo acostumbrado a combinar las palabras con belleza, a convertirlas en algo más que simples palabras... tirándose de los pelos porque no consigue ordenar esas mismas veintiocho letras del alfabeto para escribir algo tan prosaico como: "Mi hijo no ha podido asistir a clase porque ha estado enfermo."
Yo nunca ganaré un premio Nóbel, pero salvando mil distancias, me siento bastante identificado con ese escritor. Supongo que muchos de los que nos dedicamos a juntar palabras habremos pasado por eso alguna vez. Estamos acostumbrados a jugar con el lenguaje escrito para emocionar al personal, o para hacerle reír, o para aterrorizarle. Nos sentimos relativamente cómodos cuando usamos las letras para expresar cosas que mucha gente no sería capaz de expresar.
Y sin embargo...
... cuando llega el momento de escribir una simple carta de "aquí les envío mi currículum"...
... o una nota de presentación para una editorial diciendo cómo te llamas y por qué quieres publicar tu novela...
... o esa sádica petición que te hacen cada vez que te publican algo o te entrevistan en algún sitio: "Mándanos algunas líneas sobre ti, tu biografía, tu trayectoria"...
... o la típica autorización firmada en la que das permiso a alguien para que haga un trámite en tu nombre...
Hay mil ejemplos. Mil variantes de esa "nota al profe del colegio".
Cuento esto porque a veces, cuando escribo un guión, me sucede algo similar.
Resuelvo con bastante facilidad esas secuencias complejas, ésas que tienen que ser especialmente potentes, ésas que requieren que pongas a trabajar a pleno rendimiento tu imaginación, tu dominio de la escritura, tu experiencia.
Y sin embargo...
... me atasco en esas otras secuencias: las aparentemente sencillas, las que casi parecen puro trámite, ésas en las que aparentemente no sucede gran cosa, en las que no hay nada especialmente grandioso que contar.
Ese tipo de secuencias son "la carta al profe del colegio" del guión. Así a priori son tan prosaicas que nos bloqueamos intentando escribirlas. El guión puede estancarse más tiempo en esa clase de chorradas que en los auténticos retos guionísticos que nos han de proporcionar "fortuna y gloria".
De pronto termino una secuencia muy intensa, y a continuación toca otra secuencia de intensidad similar, y con el mismo personaje. No va a funcionar. No en este punto de la trama. Hace falta una secuencia más "trivial" entre medias. Una estación de paso. Una maldita "nota al profe del colegio".
Me tomo una cerveza con el director, lo comento con él. Me dice, casi con despreocupación: "Pon cualquier cosa. Una secuencia del novio intentando llamarla al móvil, por ejemplo. Y ella que no se lo coge."
Y, coño, pues sí, con eso basta. El novio llamando por teléfono y si acaso un detallito más para que la secuencia haga avanzar la trama además de servirnos de respiro. No hay que complicarse la vida. Basta con eso:
INT. CASA DEL PUTO NOVIO. NOCHE.
"Estimado profesor: Mi hijo no ha asistido a sus clases estos días porque ha estado enfermo." Punto.
Supongo que en ocasiones nos bloqueamos con esas chorradas por una especie de soberbia extraña. Pensamos que algo tan sencillo no es digno de ser contado por unos escritores tan "cojonudos" como nosotros. Damos por hecho que lo podría hacer cualquiera.
O tal vez nos hemos acostumbrado tanto a desnudar el alma en la escritura que nos sentimos incómodos cuando las formalidades nos obligan a acudir vestidos a la cita. No sabemos hacernos el nudo de la corbata. Nos sentimos como el Albatros de Baudelaire. Y aunque no lo comentemos en voz alta, aunque ni siquiera lo pensemos conscientemente, el mero hecho de sentirse así ya resulta pretencioso.
No obstante, aún más pretencioso resultaría intentar cambiar nuestra forma de ser a estas alturas. Es por ello que, para no atascarme tanto con esas "secuencias-trámite" de los guiones, intento buscarles siempre algo que las haga parecer menos insípidas. Un mínimo destello de belleza, de originalidad, de lo que sea.
Pero sin pasarse. Sin salirse del tiesto. Sin distorsionar la intención narrativa por querer "lucirnos" cuando no procede.
Lo contrario equivaldría a redactar en verso la típica carta de "aquí le envío mi curriculum".
Yo hice algo parecido en cierta ocasión. Mandé una de mis novelas a varias editoriales con una carta que pretendía ser original y llamar la atención y todo eso. La carta consistía en yo intentando presentarme de manera ortodoxa y mi madre (es decir, otras frases con tipografía distinta) interrumpiendo mis líneas para intentar hablar bien de mí pero de forma más coloquial, poniéndome por las nubes ("amor de madre") vendiendo mi moto, alabando mis logros y mi trayectoria personal de esa manera en que yo no no podría hacerlo sin que se me cayera la cara de vergüenza. La carta se iba convirtiendo poco a poco en una discusión entre esa hipotética madre mía (que continuaba ensalzando mi persona) y yo, que le suplicaba que se callase y me dejara hacerlo a mí, que aquello era una carta seria destinada a personas serias.
Creo que me quedó muy divertida.
Evidentemente, nadie me hizo ni puto caso. Estaba meando fuera del tiesto.
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